CICLONAUTAS
Si trazáramos líneas del recorrido de cada uno que habitó en nuestras calles, si continuaran resonando las voces de todos los que allí han hablado, si quedaran estampadas las huellas, impregnadas risas y llantos… ¿qué dibujo quedaría?
En eso pensaba mientras mi bicicleta recorría de memoria la senda por la que entre otros tantos callejeaba; palabra casi despreciada, que encierra sin embargo la reivindicación de la existencia, del tiempo robado a lo obligatorio, a la rutina, al trabajo. Un sentirse menos solo entre los otros, menos loco al ignorar la lluvia y el viento, también algo de fantasía depositada en las miradas sostenidas,en los encuentros posibles y nunca concretados.
Es posible, sin embargo, que más allá de todo eso nosotros, los ciclonautas, no busquemos en el fondo otra cosa que escapar. Por eso cuando creemos que nadie nos ve desviamos, en sentido perpendicular, por algún puente hacia el mar. Es posible que nuestro deseo más profundo no sea otro que desparecer.
Los he visto, miran hacia atrás sobre el hombro, el camino libre hacia adelante, disminuyen la velocidad, y rápidamente se escabullen. Confieso que yo también lo he hecho, es excitante. El ruido de los tablones del puente de madera con el pedaleo tracatraca, el reclamo de los teros, luego el silbido de las gaviotas, finalmente el mar rugiendo como fiera salvaje si está agitado y cuando no, es una calma de piedritas rodando por la orilla como una fuente zen.
Al muchacho de las rastas hasta la cintura lo veía muy a menudo, siempre tan desabrigado, tan libre de carga, sonriente, jugando a andar sin agarrarse. Pero ese día iba serio y llevaba una bolsita de plástico colgando del manubrio. Un soplo al pasarme por al lado en sentido contrario, como un suspiro, un presagio al que no pude resistir. Cuando lo creí prudente seguí al ciclonauta por el puente…tracatracatraca los tablones, el tero, la gaviota, la niebla, la espuma.
Ya arrastraba las rastas por la arena húmeda, que habían adquirido longitud de raíces buscando el suelo. Llevaba la bolsa en la cabeza, inflada con aire y apretada al cuello, como el cuerpo de una medusa.
Comencé a pedalear desesperadamente hacia él, las ruedas enterrándose en la arena blanda, el equilibrio perdido en las marcas dejadas por la marea baja. Mi avanzar era de pesadilla y la bruma por momentos lo ocultaba para reaparecer ya internándose en las olas, su temible cabello convertido en tentáculos a la deriva.
Alcancé por fin el borde, el límite difuso, el tentador umbral y sin dudarlo le di una vuelta completa a los pedales, más de 50 dientes mordiendo la ola. Al contacto con el agua mi bicicleta desplegó pequeñas aletas a ambos lados de la horquilla y a la altura del piñón. Pronto descubrí que podía utilizar el manillar como remos. Navegaba.
Entonces lo vi, flotando pocos metros más allá. Su cuerpo gelatinoso se estremecía en leves contracciones, hundiéndose lentamente como se hundiría un leve trozo de tela; él estaba logrando desaparecer. No intenté impedirlo.
Esa mañana el dibujo trazado por los ciclonautas quedaría incompleto para siempre, una línea perdiéndose en dirección al horizonte.
Al día siguiente era noticia en todos los medios, el chico que había desaparecido como si se lo hubiese tragado la tierra; sólo yo sabía que se lo había tragado el mar. Ese es mi secreto y también mi salvación, mientras me mantenga en el carril, justo al borde del espejo de los deseos incumplidos.
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