Es noviembre, los primeros calores agobian al paseante. Lo noto porque arrastran los pies y se apoderan de los asientos debajo mío. Yo luzco con toda mi cabellera azul violácea y les ofrezco no solo buena sombra, sino también, un perfume embriagador, sobre todo por las mañanas.

Las angostas calles empedradas, desgastadas por el paso del tiempo, recorren todo el casco antiguo de la pequeña ciudad. El mismo está rodeado en su periferia, por altas murallas que solo aparecen en partes. ¡El tiempo ha hecho de las suyas, claro! Una almena aquí otra por allá, son testigos mudos, de siglos de luchas y batallas. Nosotros somos muchos, si alguien se sube a la muralla podrá ver un mar azul desplazarse por entre las calles, como un río.

Ellas, aunque esgrimen sus sombrillas, igual retozan debajo de mi sombra. Se pasean, se muestran coquetas. Con el silencio del mediodía, solo se escucha el roce de sus enaguas sobre el caliente empedrado. El sol cae sin piedad, pero aun así los paseantes se dan el permiso del paseo mañanero. Ellos conversan entre sí, están atentísimos a las miradas femeninas y ellas, con sus mejores galas, no se pierden de nada tampoco.

Soy el testigo de miradas, murmullos, comienzo de amores, rupturas, discusiones, conclusiones, y mil historias de todo tipo. Me siento importante, formo parte de sus vidas.

Llevo tantos años aquí. Bien podría relatarles algunos recuerdos. Por ejemplo, aquella época en que había un castillo dentro de las murallas, con una familia y todo lo que implicaba la vida de un palacio.

El matrimonio y tres hijas lo habitaban junto varias familias más, parientes de no sé quién, una veintena de sirvientes y otros tantos caballeros, que estaban a la orden del Señor.

Sabrina, Cordera y Milanta correteaban por los pasillos del castillo, ninguna pasaba los ocho años, eran muy traviesas. Siempre con ellas su niñera, tampoco demasiado grande, solo un poco como para controlarlas. Pero no lograba su cometido. La pobre no tenía descanso entre escondidas, manchas y desapariciones. Gobosa, así se llamaba, entraba en pánico cuando no aparecían. A ellas, lo que más les divertía era eso, molestarla. Porque cuando se desesperaba se ponía roja y largaba el llanto, las niñas se divertían mucho con ese juego ¡Eso era el mayor logro!

Ella temía que por su culpa les ocurriese algo y entonces se preocupaba mucho. Era casi una niña, solo 16 añitos y con esa responsabilidad. Menuda tarea la suya.

También recuerdo a Sabrina, a sus 17 años, fue de compras una tarde y paseando por el mercadillo se dejó embriagar por la música que llegaba. No podía dejar de escucharla, imposible alejarse, algo la retenía. Buscando el origen, caminó hasta mí. Protegido por la sombra, encontró un joven ejecutando una mandolina. Se miraron, el enamoramiento fue instantáneo. Su cabeza daba vueltas y las mariposas en el estómago comenzaron a bailar. Él dejó de tocar para observarla extasiado.

Sabrina era bellísima y tenía un aspecto dulce y suave, como una aparición, casi un ángel.

Ninguno atinó a nada, solo se miraban. Creo que en ese instante los dos entendieron lo que ocurría y también comprendieron lo que pasaría, por un instante fueron Romeo y Julieta ¡Yo también lo sentí!

Recuerdo una soleada tarde de invierno, apareció en la entrada del castillo un joven, montado en un hermoso corcel negro. Cabellera ensortijada medio larga, anchos hombros, erguido sobre su cabalgadura.

Recorrió las callejuelas empedradas, los cascos de su caballo sonaban, hasta llegar a la entrada del castillo. Pasó delante mío y me pareció un señor importante. ¿Quizá un guerrero, un caballero? llevaba coraza brillante y espada.

Todos nos preguntábamos quién era, qué venía a buscar, qué lo había traído hasta aquí.

Las niñas estaban en edad de casarse, tal vez…

Era costumbre del caserío hacer artesanalmente casi todos los objetos que usaban en los hogares, sobre todo la vajilla. Destacaba un anciano alfarero que desde siempre modeló y cocinó toda los que iba al castillo y también vendía al resto de la ciudadela. Cuando tuvo un hijo en edad de aprender le enseñó los trucos y lo instruyó, tal como lo habían hecho con él. Durante varias generaciones se había transmitido la sabiduría del oficio y su hijo no sería la excepción

Un día entró en la ciudad un mercader. Enorme carga la que traía, todo para vender.Alfombras, sedas, telas, encajes, condimentos de la china y también mucha vajilla. Pero no era de cerámica, era parecida, pero mucho más dura y resistente, más blanca y brillante. Llamaba la atención por su hermosura.

Para mi asombro y alegría, se ubicó con su chiringo, debajo de mi sombra ¡Menudo festival esos días! Desplegó las alfombras para poder mostrarlas, sobre mis ramas. Por el suelo comenzó a colocar todas las vasijas de distintos tamaños, ollas, sartenes y demás enseres de cocina. Montó una mesa y colocó las telas abiertas para que las señoras las puedan ver mejor.

Vendió muchísimo, se llenó las arcas, todo era de muy buena calidad. También se acercó el alfarero a ver eso tan hermoso que comentaba la gente. No conocía lo que era. Se retiró preocupado, pensó que a lo mejor la gente elegiría esto nuevo y abandonaría lo que él amaba hacer.

El mercader permaneció varios días y se quedó unos más de los pensados, dada la afluencia de interesados y las buenas ventas.

El alfarero no paraba de pensar qué hacer. ¿Se animaría a preguntarle al mercader de donde procedía esa mercancía? Eso hizo. El mercader le soltó todo el cuento y ante las preguntas del interesado, le explicó cuál era el secreto para hacerlo.

Se había enterado de casualidad y se acordaba con lujo de detalles.

Menos mal, el alfarero por fin pudo dormir esa noche.

Mi vida ha sido muy larga, podría contarles mil historias, quizá otro día….

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