Ya no me queda otra más que dedicarme a robar, dije a mi esposa aquella noche al llegar a casa. Yo sabía que a la mañana siguiente no tendríamos nada para desayunar; mis hijos irían a la escuela con las tripas vacías… con ese dolor ruidoso del hambre. No podía aceptar tanta miseria. Sin trabajo fijo durante ya seis meses y con el puesto de baratijas que nadie compra ¿de dónde podía sacar para comer? Ya había vendido las pocas cosas de valor que teníamos en la casa. Mis familiares y amigos tampoco podían prestarme más, de por sí que también están fregados.
Tu hermano te puede ayudar ¿por qué no le pides trabajo? me dijo mi esposa. No, respondí, acuérdate que desconfió de mí cuando estuve en su tienda. Sí, dijo, pero aquel chisme se aclaró y quiso que regresaras, tú ya no fuiste a verlo por puro orgullo. Es cierto, mujer, mañana me animo y lo voy a ver, pero por el momento salgo a conseguir unos pesos prestados para comprar algo de comer. Ella quedó tranquila y yo salí a la calle sin saber a quién pedirle. Me crucé con dos conocidos del barrio, Raúl y Carlos, que ya varias veces me habían insistido en trabajar con ellos; me pidieron que los acompañara esa misma noche y me pagarían cien pesos. Les dije que sí, pero que me adelantaran veinte pesos que Raúl me entregó de inmediato. Compré algo de leche y pan, regresé a casa y le platiqué a mi mujer. No, viejo, dijo preocupada, ya sabes para que te quieren; vas a acabar mal y nosotros contigo. Sólo quieren que maneje y me darán cien pesos, le aclaré, ellos harán lo demás; con eso desayunamos, comemos y cenamos mañana. No, no lo hagas, insistió, mejor ve a ver a tu hermano. De acuerdo, dije, sí lo iré a ver, pero esta noche me gano cien pesos.
A pesar de las súplicas salí de nuevo y fui a la cantina que está a la vuelta de mi casa donde quedé de verlos. Estoy listo, les dije. ¡Hasta que te animaste! exclamó Raúl muy contento. Échate un trago con nosotros mientras nos vamos, dijo Carlos. Después de una hora y varias copas salimos los tres.
Subimos al carro. Yo manejaba, Carlos me decía por dónde ir y Raúl me proponía que trabajara con ellos todas las noches. Yo le dije que sólo esa vez y por lo urgido que estaba del dinero. Llegamos a un cine exactamente cuando la gente salía de la última función. Carlos me pidió que parara el coche enfrente de la puerta de salida y esperáramos un rato, hasta que él me dijera. Yo empecé a temblar; me sentía muy nervioso. Raúl me pidió que me calmara, que no pasaría nada, que sólo esperarían ver unos buenos clientes para seguirlos hasta un lugar más solitario. Ellos se bajarían y se encargarían de quitarles su dinero y sus relojes; yo sólo esperaría en el coche con el motor andando, para que cuando subieran de nuevo, huyéramos rápidamente.
Así fue. De pronto Carlos me dijo ¿ves aquel tipo y su mujer, los que van llegando a la esquina? Sí, respondí, allí está bastante oscuro. Él añadió: no enciendas las luces y síguelos, pero mantén el carro unos metros atrás, hasta que te digamos. La pareja dio vuelta al final de la cuadra y entonces Raúl me gritó: ¡ahora sí!, ve más rápido y detente exactamente antes de la esquina, allí nos bajamos nosotros. No te muevas hasta que regresemos; no detengas el motor.
Bajaron y a paso rápido desaparecieron de mi vista. Yo sentí una gran náusea. Vi el reloj del carro, eran las once con nueve minutos, a las once y diez escuché un disparo y vomité; eran las once y once cuando regresaron. Raúl llegó sangrando de la nariz. Carlos traía una pistola en la mano y tenía los ojos desorbitados.
Los dos subieron al asiento de atrás y se recriminaban por lo que había sucedido. Iba a preguntar qué había pasado, pero no pude. Arranqué el carro y a toda velocidad tomé una avenida que nos regresaría al barrio. No entendía nada de lo que decían; sólo eran gritos locos.
Al llegar frente a la cantina, bajé y corrí a mi casa. Ellos se quedaron en el carro. Antes de entrar con mi esposa traté de tranquilizarme para no alarmarla. Ella, llorando, me preguntó ¿qué pasó? No sé exactamente, le respondí; en el asalto hubo un disparo, lo escuché, pero no vi nada. Los dos pasamos la noche en vela. Ella no dejó de llorar y yo de arrepentirme de haber ido con ellos.
A las siete de la mañana llegó mi sobrino para decirme que a su papá lo habían matado después de ir al cine con su mamá, la noche anterior. Yo, sin saberlo, ayudé a los asesinos de mi hermano; fue una maldita coincidencia.
Eso es todo lo que puedo decir, señor juez, esta es mi confesión.
OPINIONES Y COMENTARIOS