Dejo atrás Cabo de Palos, su mar y las montañas de Calblanque. Desde la llegada a mi nuevo hogar, tan solo veo edificios y detrás de ellos puedo vislumbrar una puesta de sol. Faltan dos semanas para que entre el solsticio de verano. Cuatro meses atrás, y durante los últimos diez años, por mi ventana inundada de luz, cada mañana he podio admirar los inmensos bosques de encinas y más hacia el sur, hasta donde alcanza la vista, la silueta de los montes de Toledo. Sigo siendo la misma, solamente he cambiado el paisaje de los barrios que habito, su panorama, su aspecto, sus gentes, sus olores, sus colores, sus silencios y sus sonidos.
Mis gatos y yo no estamos acostumbrados a tanto estruendo y bullicio. Tampoco a cuatro paredes. Al amanecer ellos ya estan sentados en el alféizar de la ventana, observando todo el ajetreo matutino. Y yo vuelvo a dormirme después de más de dos horas despierta. La mosquitera distorsiona su visión. No pueden campar a su libre albedrío y dar rienda suelta a su naturaleza fisgona. Les encanta saltar entre las terrazas del bloque de pisos de la playa, o trepar por los tejados de la casa en la sierra, pero reducir su campo visual a un cuadrado, les ha dejado un poco tristes. Miran a la gente subiendo y bajando del bus, a los operarios de limpieza echando agua a las calles, a los repartidores metiendo cajas repletas de víveres y bebidas en las tiendas, a los chicos gritando camino del colegio. Se les eriza la piel con el chirriar de los cierres de los comercios, las sirenas de la policía, el ladrido de perros en la lejanía, las luces de alguna ambulancia y algún otro ruido que no recuerdo. Durante el día, la habitación en la que vamos a vivir, al menos, los próximos tres meses, es tan calurosa, que lo único que pueden hacer es dormir. Me encantaría llevarlos a la piscina para que correteen por el césped fresquito, trepar a algunos árboles y beber agua fresca de los charcos formados por el riego. Se habían acostumbrado a hacerme visitas en la piscina de Cabo de Palos y echaban de menos darse unos cuantos revolcones por el jardín. Al llegar la noche, Greta y Grey vuelen a activarse y su mirada se pierde de nuevo en la calle de la gran ciudad.
Nuevos y diferentes sonidos vuelven a aparecer, entre ellos los chillidos de una pelea de gatos callejeros. Nuestra nueva casa está en un calle que atraviesa la ruta de dos discotecas. Así que el primer sábado nos despiertan los canturreos de los jóvenes al finalizar una noche de fiesta. A ninguno de los múltiples y diversos tipos de sonidos estamos acostumbrados.
Varias veces al día Tara pega su negra nariz en la parte baja de nuestra puerta, intentando absorver todos nuestros olores, sabe que detrás nos escondemos dos gatos y un humano, pero esta habitación en la que nunca pueden entrar, es su preferida. Mis gatos nunca habían convivido con un perro, por lo que tengo terror por su reacción. Adriana, la dueña de Tara y de la casa, me ha sugerido unas trescientas veces desde mi llegada que deje a Greta y Grey sueltos por la casa. Tara es una Golden Retriever amiga de los gatos, ya que convive con uno gris, de angora y muy tranquilo. Aún así temo que suceda algún encuentro con fatal resultado.
Salgo a investigar mi nuevo barrio, en busca de algún centro donde poder volver a practicar yoga. Necesito detener mi mente de mono loco y conocer gente nueva. A pesar de tanto cambio me siento feliz. La primavera y el verano son mis estaciones favoritas. En menos de una semana abren las piscinas y tengo ganas de tomar el soy y volver a nadar. Hace veintitrés años que no vivo en esta ciudad, aún así recuerdo que mi primer Instituto está muy cerca de la calle donde ahora me alojo. Camino del parque del lago, bastante famoso y concurrido, me encuentro con el club de la urbanización donde habito. En el letrero de la puerta hay publicadas bastantes actividades, entre ellas clases de yoga. Qué buena señal me digo, saco el movil y hago una foto al cartel donde se anuncia la profesora de yoga con su foto. Estoy tan contenta que decido enviarle la foto del anuncio a Chris. Recuerdo que me dijo que tiene buenos amigos en Labrada.
Me encanta caminar, a lo que no estoy habituada es a hacerlo cruzando semáforos, esquivando coches, parejas con carritos, carros de la compra, paradas de bus, y asfalto. Al llegar a la entrada del parque de la solidaridad cambia radicalmente el paisaje. En la entrada se alzan inmensos álamos y otras variedades de árboles. Atravieso una rosaleda y otra zona dedicada a los frutales. Paralelo al sendero de arena, va un canal de agua por el que cruzan varios puentes de madera. Dentro la temperatura ha bajado unos grados. A pesar de la gran barrera natural, se oyen los coches de la autoría cercana.
Esa noche recibo un mensaje de Chris en el que me dice que la profesora de yoga es una de sus mejores amigas. A la que no conocí unos meses atrás, cuando vivía en la sierra, por pura casualidad. Me cuenta que la ha llamado para que sepa que acabo de llegar a Labrada en unas circunstancias especiales. Además para mi sorpresa, se da la coincidencia que María es de Cartagena, la ciudad que despedí hace una semana. Tras escuchar semejante concatenación de coincidencias o más bien, destino, María quiere conocerme. Me han invitado a la fiesta de cumpleaños, que van a celebrar juntas en el pueblo de la sierra donde vive Chris, la noche de San Juan. El círculo se cierra. El nexo común somos tres amigas y tres paisajes: la sierra de Guadarrama, el mar de Cartagena, y una gran urbe del sur madrileño. Estoy en un sueño.
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