Tengo una tradición que cumplo escrupulosamente cada primer día de año, pasear por mi antigua calle. La calle que me cobijó durante mi infancia.

Nunca he sabido por qué lo hago. Tal vez sea mi forma de dar las gracias a quien cuidó de mí. Tal vez para sentir que en el fondo sigo siendo el mismo mocoso.

Doblé por Vives i Tutó. El giro me costó, como siempre, especialmente si voy con un coche más grande que nuestro viejo Ford Fiesta. Ahí estaba de nuevo, “Río de Oro”.

Todos los recuerdos asociados a esta calle hacían cola de forma desordenada en el retrovisor de mi mente. Sentí ese cosquilleo que anticipa los momentos más importantes de mi vida.

Había una plaza libre justo frente a una desconocida tienda de chuches. ¡No estaba el año pasado!

¿Qué había aquí cuando era crío? ¡Una zapatería!¡Eso es! Aparqué el coche y bajé mirando cada tienda, cada portal. ¡Diablos! ¡Ha desaparecido la ebanistería!

Una tarde, con 8 ó 9 años, entré en esa tienda, donde hacían muebles por encargo. Abrí la puerta con la curiosidad de un gato.

-¿Qué quieres?

-¡Ver lo que hacéis!

Crucé Santa Amelia. EL Bar Bugatti sigue existiendo. ¡Todo está bien entonces! Me fui acercando a mi antiguo portal. Los latidos de mi corazón se dispararon. Definitivamente, mi cuerpo anunciaba que esta vez no iba a ser como otros años.

Cuando era pequeño, mi portal estaba flanqueado por dos talleres: uno era de joyas, y otro, de herramientas para maquinaria pesada. Lo cierto es que no estoy seguro de esto último. Los propietarios nunca me cayeron demasiado bien, así que no llegué a entrar.

Ahora esos talleres ya no existen. Han mutado en un centro de depilación y una especie de galería de arte. ¡Menudo aburrimiento!

-¡Chris!

Oír mi nombre me sacó de mi ensimismamiento.

Era Nuri, mi antigua portera.

– ¡No has cambiado nada!

– ¡Tú, tampoco! (Los dos mentíamos).

– ¡Qué gracia! Justamente hoy estaba pensando en tu familia.

– ¿Y eso?

– Le comentaba a mi marido lo desaprovechada que está vuestra antigua casa. Desde que os fuisteis, nadie ha vivido ahí.

– ¿Nadie? Entonces, ¿para qué la compraron?

– La compraron pensando en tener una casa que regalarles a sus hijos cuando estos se hicieran mayores.

– Pero si no tenían hijos.

– ¡Exactamente! La cuestión es que no solo no han tenido hijos, sino que se fueron a vivir a Asturias al poco de comprarla.

– ¿Y cómo es que no la vendieron?

– Porque no quieren deshacerse de ella. Yo creo que piensan vivir aquí cuando se jubilen.

Nuri captó algo en mi mirada y me hizo la pregunta que deseaba me hiciera:

-¿Te apetece subir a verla?

Entré a mi antiguo portal tantísimos años después. Nuri cogió las llaves y subimos en silencio los escasos escalones que me llevarían a mi pasado.

¡Por Dios! Todo estaba exactamente igual. El mismo papel de pared, el mismo póster con el aterrador payaso que cubría la caja de los contadores.

-Te lo dije. Lo dejaron tal cual.

Era un privilegiado. ¿Cuántos pueden viajar al pasado sin necesidad de una máquina del tiempo?

Me sentí desconcertado. Nuri me estaba haciendo de cicerone en mi propia casa. ¡Sí, ya sé! Ya no lo era.

Me iba enseñando cada habitación, cada rincón. Todo era tal cual lo recordaba. Me miré en el espejo del recibidor. De alguna manera esperaba que rescatara de su memoria el Christian que fui y me la mostrara. Desafortunadamente solo me devolvió mi imagen actual.

Mis padres vendieron la casa con todos los muebles, accesorios y electrodomésticos. Nos íbamos a vivir a Noruega a los pocos días de venderla, y convinimos con los nuevos propietarios que ellos se encargarían de vaciarla. Puedo decir que dejamos todo nuestro pasado a una nueva familia.

La portera se había encargado de mantenerla tal cual. Fui a mi habitación. Estaban todos los libros que ahí había dejado: “Capitán de 15 años”, “Prisionero de Zenda”, etc. Mis compañeros imaginarios de infancia.

Luego fui a la habitación de mis hermanos. Ahí estaban todos sus libros, muchos de ellos pintarrajeados por ellos mismos.

-Nuri, sé que no tengo derecho a pedirte esto, pero ¿me dejarías pasar la noche aquí?

Dudó durante un instante, pero finalmente accedió. Me extendió las llaves y me dejó solo.

Me quedé en el sofá del comedor. Puse la radio. Otras cadenas, otra música, pero funcionaba. Busqué alguna emisora que pusiera canciones de cuando era pequeño, y ahí estaba; “Vienna”, de Ultravox.

Salí a la terraza. Me asomé a la barandilla para ver mi antigua calle desde una perspectiva privilegiada, desde mi pasado. Era como si nunca me hubiera ido de aquí.

El vecino de al lado estaba también en la terraza, fumando. Nos estrechamos la mano:

-¿Sabes cómo llamo a esta calle? La calle de los sueños cumplidos. Cada casa que ves es un sueño cumplido por alguien. Cada casa que están construyendo es un sueño que se está cumpliendo. Las calles están vivas, tanto como tú, y reflejan nuestros anhelos. Nos ven nacer, crecer, llorar, reír. Ven cada instante de nuestras vidas. ¿Crees que es una casualidad que estés de nuevo aquí? No, señor. La calle tiene un mensaje para ti.

-¿Y es?

-Que uno debe estar abierto y permitir que las cosas más increíbles sucedan.

Estuvimos hablando unos minutos más. Nos despedimos y me fui al comedor, donde me quedé profundamente dormido.

La mañana siguiente devolví las llaves. Era la hora de volver a mi casa, a mis sueños actuales.

Una calle es mucho más que una placa o una línea en un DNI. Es un espejo. El reflejo de nuestros sueños, tanto de los cumplidos como de los pendientes por cumplir. Nos equivocamos si creemos que una calle no tiene alma. Se construye día a día con tu ilusión, y la mía.

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