Mientras que Alcira nuestra profesora de historia explica con su monótono susurro habitual las andanzas de no sé quien, las puertas y ventanas del aula están abiertas de par en par permitiendo que de vez en cuando entre un tímido airecito que nos refresca y me ronda con el sonido del aleteo escueto de las aves que van de sombra a sombra, con el grave crepitar de las chapas de zinc del techo de la iglesia dilatadas por el calor, con el rumor de la última humedad vaporizada hacia el cielo o con el silencio de las calles y veredas colmadas de ausencias. Por todo eso sé que el sol se regodea mirándonos fijo. Y de pronto estalla: <<”Pajarito” Gomez, aterrice>> truena Alcira, cuando descubre a mi compañero mirando concentrado algo en el piso, lo que para mí es una enorme langosta de 30 centímetros de largo. Estremecido y por las dudas yo también aterrizo. Puesto que cada cual atendía su propio vuelo, solo Alcira percibió que “Pajarito” estaba desatento como todos.

Pareciendo que ha vuelto, en silencio “Pajarito” se pone de pie junto al banco sin despegar la mirada de la langosta y es como una señal para el bicho que salta hacia la puerta y cae muy suave sobre sus patas en el embaldosado de la extensa galería en la que desembocan todas las aulas del colegio. Más allá se ensancha el amplio patio que tiene en su centro el mástil de madera. Con otro olímpico impulso la langosta se prende de él. En dos zancadas “Pajarito” está tras ella y comienza a seguirla sin pretender atraparla. Cuando uno tras otro pasan frente a la puerta del baño de varones y se salen de la vista de la profesora, ella me ordena que traiga a “Pajarito” de regreso en lo posible por las buenas y sano. Después del edificio se extiende el“campo de deportes”, que no es más que un baldío con un arco de fútbol en cada extremo, cercado por tres hilos de alambre, y cuando salgo a cumplir con mi deber los dos ya me han sacado una buena ventaja entonces veo a “Pajarito” al borde del terreno, brincando limpiamente por sobre el más alto de los hilos cayendo mullido en el camino de tierra que corre casi un metro por debajo del nivel del suelo. Pero lo que más me sorprende es que con otro espectacular salto cae en el campo de los Oberto sin haber tomado impulso debiendo superar por lo menos dos metros de altura entre la depresión de la calle y el nivel del otro alambrado y esta vez hacia arriba. Con esfuerzo trato de seguirlo. Me detengo y noto que “Pajarito” no marcha puesto que como la langosta da grandes saltos que transitan por lo menos diez metros cada uno y ya no cae sobre sus piernas sino que amortigua la caída sobre sus cuatro extremos. Como lo hizo la langosta enfila para el lado del tanque australiano. Yo sé que está seco y eso me alegra pero me preocupa el seguro porrazo que se dará. Ahora hace equilibrio asentado sobre pies y manos en el borde del depósito, mira hacia el horizonte y sus piernas lo eyectan de manera formidable y para mi sorpresa en la mitad del trayecto comienza a batir sus brazos con furia provocando que funcionen como alas que lo depositan ileso bastante más allá del final del tanque. Antes que pueda descontar algo de la distancia que nos separa, a mi espalda una nube comienza a cubrir el sol. Me detengo extrañado por la rara penumbra, es entonces cuando una nutrida manga de langosta pasa por sobre mí cabeza, en la misma dirección de aquella primeriza aparecida en el colegio y que debe ser una exploradora avanzada a quien “Pajarito” sigue con entusiasmo. No tengo más remedio que observar lo que ocurre, puesto que identifico a lo lejos a “Pajarito” solo por su mayor tamaño, acompañado de miles de saltamontes que parecen enseñarle a mejorar su planeada que por un momento es vacilante, para luego transformarse en un calmo vuelo.

Cuando por fin los pierdo de vista regreso lento a la escuela y un solidario zorrito colorado amigo trota a mi lado y traduzco que me dice: <<Lo hiciste de nuevo>>, entonces me despabilo y, vuelto en mí, retorno con cordura rogando que Alcira afirme haberme ordenado buscar a “Pajarito”, y no lo niegue como la vez pasada.

Una vez que llego a la puerta del aula la profesora enfurecida, extiende el brazo izquierdo y el dedo índice, mandándome seguir el camino hacia la Rectoría. Mis compañeros, sentados cada cual en su pupitre no me miran a los ojos y tienen dibujada una sonrisa de burla, excepto “Pajarito” que me hace una amigable mueca de afecto, quien sospecho que no se ha movido de su asiento desde que Alcira lo bajó a tierra.

Ahora voy resignado y despacio a la Rectoría, en la que seguro me espera el Señor Rector para darme una dura reprimenda otra vez, y todo por ausentarme dejándome llevar por esta indomable fantasía mía, que me parece que algún día me meterá en problemas.

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