Es media noche. Pedro está convencido que así se protege el cuerpo de ellas. Tomás mientras prepara orgulloso el rifle; le viene de familia su certera habilidad para cazar en la ciudad. Apunta, ajusta el ojo en la mira telescópica, el dedo índice, preciso, en el gatillo y paf, el aire comprimido con el dardo anestésico hará el resto. Revisa meticuloso el equipo, nada puede fallar, está todo el material ordenado en la mochila. Sale de la habitación y se dispone a llamar a la puerta contigua, pero entra. Pedro duerme en el suelo, junto a la cama, yace dentro de una caja de cartón con forma de campana y pintada de rojo.

–¿Otra vez ahí tirado? ¡Es hora de levantarse! hoy toca caza. Pedazo de idiota, ¿crees que así te desprendes de toda la inmundicia? anda– le pega una patada al cartón a nivel de la barriga y descorre la cortina –las calles te han perforado la piel como taladradoras, menos mal que te ha sanado el alma. Lo peor es la cabeza, esa deberías seguir tapándola, así nunca se te prenderán las luces. Yo lo hago, me ahogo en la almohada, de esta suerte durante el día no tengo que exprimirme los sesos con nada.

Pedro ha vivido muchos años tirado, vagando entre basuras y bancos, estaciones y subterráneos. Tomás lo rescató a cambio de rastrear la ciudad buscándolas. Las conoce hasta tal punto que no duerme en la cama por si les saltan encima.

–¡¡¡Yayyyy!!! ¡¿qué haces hijo de puta?! Un día te haré tragar ese trasto, me vas a sacar un ojo– protesta Pedro y sale como un energúmeno persiguiendo a Tomás a la vez que se golpea su cabeza con la mano. Tomás se ríe a carcajadas mientras rodea la mesa y esconde el disparador, luego le encara y simula tirarle otro garbanzo de un soplido. No hay tiempo de más juego y le tira la ropa.

–Ya tengo los perros preparados, hoy tenemos cien a tiro en la estación, ese ramal de metro que cerraron hace tiempo por obras. Coge las linternas frontales.

–¿Ese rincón donde está el almacén abandonado?– Tomás asiente –Buen nido. Allí guardaron durante mucho tiempo mucho papeleo, billetes de metro y billetes de los otros, ellas hacían de las suyas con las sacas de dinero- se sonríe mientras se viste -llevamos días en los viejos túneles de las cárceles abandonadas, ya era hora de salir de allí.

Desde niño Tomás disfrutaba reventándolas, luego los restos se lo echaba al hombro, colgándolos en ristra en un palo. Ahora lleva dos sabuesos con pedigrí de raza: un Bedlington Terrier, su oveja gris, así la llama, y un Airedale Terrier capaz de olisquear las guaridas a dos kilómetros. Para animar a los cánidos lleva enganchada al cinturón una bolsa con restos de piel ajada; de pequeños los alimentaba con cadáveres congelados de esas inmundas. Tomás ha tenido varias razas, pero sus preferidos son los Terrier. Es una pena que dejara los perros salchichas, son buenos, muy buenos para rastrear, cuando encuentran alguna juegan con ella como si fueran calzoncillos sucios.

–¿Has cogido todo?– pregunta Tomás.

–Sí- sí- ¡¡siiiii!!, me tratas como un lacayo, dichoso sucio trabajo …– responde nervioso Pedro, con dolor de cabeza y sequedad en la boca, se levanta y agarra refunfuñando unos guantes mugrientos. El temblor de manos no le deja atinar a enfundar los dedos.

–De que te quejas, nunca has estado mejor, techo y cama, aunque para lo que te sirve, y dinero, ¿cuándo has tenido dinero?– asegura Tomás mientras le acerca una taza de café.

–Se restriegan por todos sitios, dejan su rastro impreso como las serpientes… Quién iba a decirme que iba a ayudar para sacarles la sangre y la saliva a esas condenadas– habla a regañadientes mientras mira la jaula de alambre y se mete un chicle de menta en la boca –aguantarles sus arañazos y los mordiscos a esas asquerosas mientras les cortas el… Se han adaptado mejor que los pobres mendigos llevando más enfermedades encima ¡qué hijas de puta! Y encima hay que cebarlas con manteca y beicon… Tiran un bombazo y seguro que encima sobreviven las muy cabronas.

–No te jode, son resistentes. Ellas van a ser las que nos enseñen a sobrevivir en este mundo, cuando una muere ya saben las otras de que ha muerto, no hay mal que acabe con ellas. Puede que sea ese dichoso cambio climático que lo trueca todo– comenta Tomás mientras bajan por el ascensor mandando sentar a los perros.

–Noo, los ingleses, esos, esos nos las enviaron, pero ¡qué asco de vida! y ahora hay por todas partes, no hay rincón que no viva una- replica Pedro mientras se dirigen a tomar el metro, mira a su alrededor señalando con la mano en una dirección. Se hace un silencio mientras buscan el acceso al área abandonada, la estación fantasma. Entran.

–Intenta tú sobrevivir ciego en esta oscuridad– insiste Tomás, retomando la conversación mientras se colocan las luces frontales –ellas lo hacen; si quieres pruebo a vaciarte un ojo con el garbanzo a ver qué pasa;– se ríe en la oscuridad del túnel y el eco se lo devuelve –venga ahora una dosis de anestesia y todas al laboratorio.

–Espero que si damos con ellas me pagues lo que me debes y no me vengas con que los de la bata no te pagan, eres peor que esos bichos.

–Acaso lo dudas, hoy las encontramos– besa la insignia que lleva cosida a la camisa, a la altura del pecho: una rata negra dentro de un ojo.

Tomás pertenece a la R.A.T.S, un cazaratas como yo, tiene licencia ya veinte años y esta operación es la más difícil hasta ahora. Va a morir y no lo sabe. Hace un año se escapó una rata parda con implantes de células humanas en el cerebro. Se ha hecho más inteligente y ha sufrido mutaciones importantes. Acabar con ella y su prole es, era su objetivo. Yo le sustituiré.

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