Todas las mañanas siempre hay un bus que me deja. Cada vez que corro para alcanzarlo un par de perros petisos me ataca. Muy pequeños para hacer daño, pero suficientemente jodidos para estorbar. Estratégicamente ubicados en medio de una cancha de fulbito y el paradero de buses del sector seis en Enace. Su territorio. Hoy, sin embargo, cerca al paradero divisé al bus. Aún no tenía encendido el motor. Nos separaba una cuadra. Yo llevaba el celular en la mano izquierda y la mochila en el hombro derecho. Sin pensarlo, comencé a correr mientras me decía, esta vez no maldito, hoy no me dejas. Llevaba unas cuantas zancadas cuando de pronto un insecto saltó justo a mí ojo izquierdo. ¡Auu!, maldición. Me detuve por un segundo y luego empecé a dar vueltas como un perro ciego mordiéndose la cola. Con los ojos cerrados escuché cómo el bus encendía su motor. Desorientado reanudé el trote. No me vas dejar, me repetía. Medio tuerto escuché a los diminutos canes abalanzarse. Con las dos manos ocupadas no podía limpiar mi vista, pero hacía el intento con el dorso de la mano sin dejar de correr. Iba gritando, hoy no me dejas, cuando de pronto escuché que, en el ajetreo, había marcado un número y alguien al otro lado había contestado. Decidí no prestar atención y seguí corriendo mientras soltaba improperios hacia los perros que ensayaban pequeñas dentelladas en mis tobillos. Lloroso y casi sin aliento alcancé al autobús. Hoy no me dejas repetí triunfante. Subí al transporte aún cegado por el cadáver del insecto en mi ojo. Me senté. Reparé en el celular cuando sentí que me colgaron tras pronunciar una frase lapidaria. Ya te dejé. Con dificultad vi el número. Había marcado sin querer a mi exnovia. El bus, al menos, no me había dejado.

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