La creí bella. No siempre encuentro a una mujer que no se preocupe por su apariencia. Y, ahí, estaba yo. Ésta se expresaba con carne que se extendía desde su vientre dejando al descubierto sin cuidado. En su rostro habitaban una buena convivencia de puntos rojos de acné y otros puntos que se lo había quitado a la misma luna en alguna noche primaveral. Su ropa era anti-burguesa no por tener frases de Gramsci, sino por no asistir a los templos de consumo en que sus amigas coincidían.
Era bella, era bella para sí misma y con eso me bastaba. Su expresión de mal humor, su vacío y su mirada que miraba indiferente a las raíces de los edificios. Podría llegar a imaginar que le molestaban los carteles publicitarios situados al lado de la carretera. Creo que hasta incluso le molestaban las carreteras. Me inclinaba a pensar que no habitaba donde debía habitar.
El colectivo, esta vez, me concedía una obra de arte. Y con la misma hebilla que sujetaba un pelo tosco de mujer sin nombre, a mí también me sujetaba. Lanzó su mirada en forma de indagación. Abandoné lo penetrante de su observación. Dubité a la hora de retornar la vista a lo sublime. No lo hice.
Una bebé golpeaba con su manecilla el vidrio del autobús. Parecía querer escaparse como yo. No me aterra una mujer, pero para ser franco era más que eso. La bebé logró señalarla con su dedo. Aunque, no redirigió mi visión. Al poco tiempo, bajé del colectivo con una imagen perpetua y con el deseo de no volver a verla.
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