• Cuando lo conocimos nos dio mucho miedo. Llevábamos poco tiempo en Ecuador y fuimos a visitar a los sacerdotes: Jairo Gallego y César Sánchez a la parroquia San Juan Eudes, que estaba ubicada en el barrio La Ofelia al norte de Quito. Gracias a ellos conocimos personas maravillosas, que nos brindaron apoyo y cariño, como la señora Elsa Montenegro y las familias: Jácome, Dávila, Michuy, Peña, Sandoval…
  • Nos invitaron a la cocina a tomar algo, nosotros pedimos tinto —así le decimos al café en Colombia—, estábamos de pie en una animada conversación cuando alguien abrió la puerta del patio, que era contiguo a la cocina, y de repente entró Rango con ese porte elegante y caminar suave —rodeándonos— tal vez buscando un aroma especial en las visitas. A nosotros se nos hizo enorme, tenía abundante pelo en el cuerpo y la cola; con una combinación de colores entre negro, beige arena y un tono ligeramente amarillo.
  • El padre César notó nuestro susto y nos dijo que era un perro muy tranquilo, que no había de que preocuparse. Asentimos moviendo la cabeza pero no lo perdíamos de vista. Con el tiempo resultamos viviendo en la parroquia y él se convirtió en un miembro más de la familia, empezamos a cuidarlo, a bañarlo, darle la comida y en la medida de las posibilidades educarlo. Era un perro muy fuerte, inteligente y noble, todos nos encariñamos con él. Nuestros hijos: Arlen y Gustavo —de quince y once años—, mi esposa Patricia y yo, nos hicimos cargo de él.
  • Le colocábamos una correa y salíamos los cuatro —con Rango— a dar una vuelta, de vez en cuando, pero su fuerza nos superaba y era muy difícil controlarlo. Nos vimos en cantidad de situaciones comprometidas porque arremetía contra todo y andaba a su aire. Era un cazador nato y no podía ver un animal que él consideraba de presa porque se le mandaba inmediatamente a cazarlo, especialmente las gallinas.
  • Pasado un buen tiempo nos informamos que era un pastor belga, también conocido como pastor ovejero y del cual hay cuatro variedades de la misma raza. Nos parecía hermoso, juguetón, algo travieso…un día nuestro hijo Gustavo se animó a darle un paseo, le colocó la correa y se marchó feliz en su compañía. Salió por la puerta de atrás de la parroquia, hacia el lado del seminario, que daba a la calle De los Molles y que lindaba con un pequeño terreno de pasto y tierra. Después de un período de tiempo, que se nos asemejó corto, llegó con el perro y venía un poco pálido. Cuenta que al salir e ir caminando, de repente, el perro salió corriendo y temiendo ser arrastrado por su gran fuerza tuvo que soltarlo; en pocos segundos lo vio atacando una cabra y agarrarla por el cuello. El animal estaba pastando pero afortunadamente un señor, creemos que el dueño, corrió en su ayuda y pudieron controlar a Rango.
  • Nunca más se animó a llevarlo solo; esa inolvidable experiencia lo dejó marcado por la consternación que sintió al verlo actuar sin control, la desesperación por el daño que hacía al otro animal y el regaño del señor que lo hacía sentir irresponsable.
  • Unas lágrimas salieron de sus ojos —camino a la parroquia— fruto de la impotencia; llevaba el rostro y parte del cuerpo con barro, al pasar por la puerta que daba al seminario sintió un gran alivio. Ahí se percató que iba empapado de sudor, que el miedo invisible desaparecía y lo vivido se le asemejaba a un mal sueño.

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