Susana y Ester eran primas, y las únicas que quedaban de lo que fuera una familia, repito, —una familia… mientras vivió la abuela— después, poco a poco, todos se fueron yendo por otros caminos.

Habían acordado encontrarse en la terminal de ómnibus. Apenas se vieron se dieron un abrazo y se largaron a hablar las dos al mismo tiempo. Después, ya más calmadas, decidieron dejar los bolsos en guarda y almorzar en el Club Atlético, luego irían caminando hasta la vieja casa familiar.

El ambiente pueblerino hizo que se sintieran jóvenes otra vez, terminaron de comer y salieron, tenían tanto para recordar… Enseguida llegaron a la plaza y descansaron unos minutos bajo la inmensa acacia que había sido el árbol preferido en sus correrías infantiles. Poco a poco, sin saber cómo, se encontraron entrando en los recuerdos.

—Mirá, Ester, ese era el Almacén y Boliche de Don Cinecio. Siempre había algún gaucho tomando su vasito de ginebra.

Un poco más allá se cruzaron con la Panadería de Firpo.

—Susi, ¿Te acordás cuando nos mandaban a comprar pan y volvíamos con unas tortitas negras para la hora de tomar la leche?

—Claro que me acuerdo, me acuerdo de todo. Me da mucha tristeza que solo quedemos nosotras dos. Tendríamos que buscar algún amigo, alguien que también recuerde aquellos tiempos…

Finalmente golpearon las manos en el zaguán de don Gómez, el viejo vecino que oficiaba de cuidador de la casa de la abuela. Le pidieron que les trajera los bolsos que habían quedado en la terminal y que les dejara las llaves.

La puerta se abrió mansamente sin el menor ruido y enseguida estuvieron en la sala. Abrieron las ventanas para que entrara el aire de la calle. Les causó una sensación de abandono ver los muebles cubiertos con sábanas viejas, enseguida sacaron todos aquellos trapos y llorando se sentaron en los sillones. Después de unos minutos, ya más tranquilas, comenzaron a ponerse de acuerdo en cuanto a sus planes de venta. Necesitaban vaciar las habitaciones, malvender casi todo y buscar un rematador que se ocupara de lo demás.

Ester había comprado té, café, azúcar y unas galletas. Don Gómez les alcanzó una pava con agua caliente y merendaron como cuando eran unas niñas inquietas jugando a las visitas.

—Mirá primita, —dijo Susana— es necesario que nos tranquilicemos, de lo contrario vamos a lloriquear hoy, mañana y pasado.

—Tenés razón, es que de pronto se me vino el mundo encima. Fuimos tan felices en esta casa, y ahora, recién ahora, me doy cuenta de cuánto nos hace falta la abuela. Perdoname, soy una tonta.

Comenzaba a anochecer, encendieron todas las luces de la casa, arrastraron un colchón hasta la sala, lo cubrieron con las mejores sábanas bordadas, y se tendieron a recordar…

—¿Te acordás, Susy, cuando le quebramos una pata al sillón de mimbre del patio y, al huir, nos enganchamos en el mantel de la mesa de la cocina y mandamos al piso un montón de platos?

—Vaya si me acuerdo, mamá me encerró en mi cuarto por una semana. Por suerte después decidió que tenía que barrer la vereda por otra semana, y luego fui aceptada nuevamente en la mesa familiar.

Después recordaron las grandes reuniones que organizaba la abuela para festejar sus cumpleaños. Entonces se tendían sobre las mesas aquellos hermosos manteles blancos y todo relucía impecable. En la cocina se amontonaban las fuentes, mientras bullía la olla de hierro lista para freír las empanadas.

Con la llegada de los primeros invitados comenzaba la algarabía. Los abrazos y besos se brindaban alegremente, con gestos exagerados, pero sinceros. Los chicos estábamos encargados de llevar los regalos a la salita del fondo, ya los verían más tarde.

Una vez que estaban todos sentados alrededor de las mesas, comenzaban a llegar las fuentes con fiambres, ensaladas y empanadas. Y llovían las críticas para el primo segundo, Marcelo, que siempre llegaba tarde y con mujer nueva, pero apenas entraba su presencia le daba otro clima a la fiesta. Todos se hablaban a los gritos de una mesa a la otra, y algunos se levantaban para contar cuentos que con el bullicio nadie escuchaba.

Siempre había alguien que tomaba el cargo de guiar los brindis a la voz de “¡Arriba, abajo, al centro y adentro!”. Y nunca faltaba un par de borrachitos que nadie sabía cómo hacer callar.

Hubo una vez que se pelearon a cuchilladas Alberto y Lázaro, pero todo fue un alboroto y nada más. Los cuchillos eran de mesa, no tenían punta, y ellos habían bebido tanto que ya no tenían fuerzas para sostenerlos. Finalmente los contrincantes terminaron llorando abrazados y no hicieron más que pedir vino y molestar toda la noche.

Luego de los postres se retiraban algunos invitados que vivían lejos, otros se quedaban dormitando en los sillones, o donde fuera posible, esperando el amanecer. Era entonces que los más íntimos nos juntábamos en la galería y la abuela apuraba a las chicas para que trajeran las bandejas con los pocillos de café y las tortas. Ese era el mejor momento de la fiesta, salían a relucir las guitarras y los bandoneones. Todos cantábamos antiguas canciones y, de pronto, alguna de las tías viejas se paraba en el centro de la reunión y recitaba un poema. La abuela agradecía y servía vino para todos.

Pero todo eso es el pasado, ahora nada queda de aquellos tiempos y las chicas sienten como si el corazón se les estrujara. Deciden ir hasta la cocina a preparar café. Después recorrerán las habitaciones viendo si deciden conservar alguno de los muebles.

Susana quiere el antiguo escritorio de caoba y Ester un par de cuadros que le recuerdan buenos momentos de su niñez, cuando la abuela le contaba viejos secretos familiares.

Se quedaron dormidas después de medianoche y las dos tuvieron el mismo sueño. La abuela venía para ver si estaban cómodas, las cubría con las sábanas y las besaba en la frente.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS