Aún lo recuerdo, de forma vaga pero lo recuerdo, cada vez que escucho a los niños jugando a la pelota o a las escondidas lo recuerdo. Días de verano, durante las vacaciones, vítores de alegría mientras salíamos de la escuela a la cancha de tierra, que en ese tiempo parecía enorme, donde luchábamos como gladiadores corriendo tras el balón, peleas, rasguños y regaños de padres pero al final siempre eran sonrisas y apretones de mano.

El silbato con el carrito de churros pasaba y juntando lo poco que teníamos, alcanzaba para media docena y entre doce disfrutábamos como el manjar de los dioses. A la vuelta nos esperaba la entrada a nuestra calle, donde todo cambiaba, de un momento a otro la felicidad se apagaba y los padres parecían tristes, pero al ver al niño feliz, con un ademán eufórico de alegría lo recibían. A pesar de que poco se comía, feliz era toda la familia.

Aún lo recuerdo, ese árbol de uvas que había en la esquina, que era patrimonio de la calle y lo cuidábamos como tal. Pensándolo ahora me causa gracia, con ramas sin filo alguno que simulaban ser espadas, y cámaras de balones pinchados que hacían de cascos. Todos cantando la canción del árbol de uva que nos daba mucho, el dulce sabor que reemplazaba los caramelos que no nos alcanzaba, el frescor en el paladar tras lavarlos con agua fría y llevarlos a nuestra bocas en esos días donde el sol no calentaba, pero si quemaba. Al día siguiente la canción sonaba de nuevo, con voz desafinada pero alegres cantábamos:

«La uva, la uva, la uva
es mi fruta la uva
protegemos el árbol de uva
y cuidamos su fruto la uva
nuestro querido árbol de uva»

No era una muy buena canción, pero para la calle nuestra, era el himno de la uva, cada vez que alguien nuevo llegaba tenía que aprendérsela, a menos que no quiera comer de aquel querido árbol de uvas.

Y lo que más placer me gusta recordar son aquellos refrescos que vendía la señora María, llena de vida y muy amable, y no me refiero a los refrescos gaseosos que vienen en botellas; sino esos refrescos en bolsitas, jugo dulce de naranja, uva, frutilla y leche y chocolatada, congelados. Nos sentábamos en la vereda de la tienda, luego del partido de fútbol por la tarde era el mejor momento en el que por unos momentos había silencio y solo se escuchaba el sonido del plástico del refresco…recuerdo haber interrumpido ese silencio por un segundo, de mi boca salieron palabras que hasta ahora me sorprendo de haberlas dicho, «Cuando sea grande quiero ser rico», pensé que se reirían pero fue todo lo contrario, hubieron caras largas y algunos hacían el esfuerzo de intentar sonreír, era claro que no era el único que deseaba eso, todos teníamos a veces la pregunta de si esa noche comeríamos algo en casa. No me hubiera gustado terminar así el día a las 19:00 pm. quisiera no haberlo dicho. Cuando llegué a casa, mis padres estaban haciendo las maletas y sin ninguna otra explicación más que «tenemos que irnos», fue el último día en mi casa, mi barrio, mi calle… y mi último recuerdo fue las caras triste de mis amigos.

Después de veinte años volveré a mi calle, donde el asfalto no existía y las piedras cubrían los cordones de la vereda, esa donde tropezaba y raspones acompañaban a los regaños de mamá. Mientras los recuerdo causaban múltiples suspiros, también el camino se hizo realmente corto. Juan XXIII… había llegado a la calle perpendicular a la mía, aún no llegaba pero estaba cerca, cada paso significaba recuperar lo que tanto añoraba.

Por un momento creí estar perdido, no podía encontrar mi vieja casa, ni siquiera la cancha de tierra donde siempre jugaba que no era inmensa, pero debería de poder reconocerla a simple vista…seguí buscando sin descanso alguno, pero ya me había resignado. Tras no encontrar mi calle, pregunté a un hombre robusto casi calvo, que disimulaba con esmero la calvicie.

-Disculpe, ¿sabe para donde queda la calle Roberto Gomez?

-Lo siento chico, no conozco mucho la zona, llegué hace poco a este barrio…

No había duda de que este era el barrio, pero…mi calle ya no estaba, seguí en búsqueda de alguien que me pueda dar información, pero nadie había vivido ahí por más de seis años…casi no parecía creíble que muchas familias que antes conocía ya no vivían en el barrio. Desanimado busqué consuelo en un bar, era pequeño pero la fachada me traía nostalgia a mi vieja calle, que había desaparecido. Sentado en una de las mesas de la esquina, se me acercó una señorita, su rostro se me hacía conocido, pero era imposible, nunca había visto a una niña cuando vivía ahí, o al menos no a alguien como ella. Me ofreció el especial de la casa, pero poco me importó la comida cuando la escuche decir algo que me daba un rayo de esperanza.

-¡Abuela María! Un especial por favor.

Fue un instante pero pude ver detrás de esa cocina a aquella señora que nos daba el consuelo al calor del verano con sus refrescos. Salí disparado a la cocina, y fue cuando cruce mirada con los ojos cansados pero felices aun después de tantos años.

-¿María me recuerda? Soy yo, soy… -Dije alterado.

-Niñooo, que alegría volver a verte, ¿dónde te habías metido? -Preguntó con un tono de nostalgia y alegría.

-Es una larga historia, pero maría donde está nuestra calle, los chicos, tu tienda…dónde están todos…

Fue así que me enteré de una inundación que había destruido las casas, eran completamente inhabitables y al parecer todos mis amigos se mudaron…esa tarde comí y me despedí de maría con tristeza…estaba sobre la calle correcta…pero no era mi calle.

Al día siguiente decidí volver a mi ciudad, aun no me acostumbraba a ver el suelo asfaltado. Pasos triste se alejaban del recuerdo…hasta que escuche a lo lejos…

¡La uva, la uva, la uva…!

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