El bar de Rosita.

El bar de Rosita.

Sthill

31/01/2019

Cansada de que solo vayan al bar los atorrantes de siempre, una tarde de abril, Rosita decidió cambiar la imagen del antro; llamó a los más exclusivos decoradores de interiores del barrio y, luego de intensos días de trabajo, café helado y demás bebidas en frascos, lograron una auténtica metamorfosis del lugar. El resultado fue impactante. El ambiente estaba impregnado de los más novedosos conceptos vanguardistas del sur coqueto del pueblo. Para completar la transformación se organizó una quema pública de los discos pedidos con mayor frecuencia entre los habituales parroquianos que concurrían al bar y se contrató al DJ más oneroso del país… o de la provincia… o el hermano de un flaco que laburaba ahí, pero que cobraba carísimo.

La expectativa por la reapertura se hizo sentir durante la semana en colegios, clubes, carnicerias y prostíbulos. “¿Qué hacen el finde? ¿Van al Bar de Rosita?” se preguntaba la juventud en todas las esquinas, como lanzando una tímida propuesta. Claro, no vaya a ser que en algún momento uno quede como un pelotudo por decir algo distinto a lo que se suele escuchar. Bien sabemos que en este pueblo se puede ser cualquier cosa menos pelotudo. Ser un pelotudo es en realidad, el único pecado capital imperdonable e imprescriptible. De la traición, la violencia o la corrupción se puede volver. Uno puede ensayar alguna excusa o disculpa y eventualmente ser indultado socialmente. Pero del status de pelotudo no. Es perpetuo. Por mucho Premio Nobel que usted gane, el Premio Nobel de ese año habrá sido para un pelotudo.

En fin, la reinauguración fue un viernes, todo el pueblo estaba pendiente de lo que sucedería con el renovado “Bar de Rosita”.

«Debe cambiar el nombre, de otro modo, la transformación no sería completa» reclamaban algunos, con la convicción de que la denominación hace a la cosa.

«Un cambio absoluto impediría la continuidad ontológica. Estaríamos frente a otro bar, aún desconocido» advertían otros.

El filósofo del pueblo no prestaba demasiada atención a estas disputas y rogaba que la pinta no aumente su precio, mientras contaba disimuladamente la cantidad de monedas en su bolsillo.

Casi sin proponérselo, un grupo de viejas jóvenes se constituyó frente al bar con pretensiones de jurado popular y observaban con atención la puerta para constatar si entraban o no, aquellos que debían entrar, para que entonces el ingreso al bar no fuera una acción socialmente reprochable. Actitud muy habitual entre la gente bonita del pueblo, que consistía basicamente en el riguroso cumplimiento del precepto que indica que «si fulanito se tira al pozo…”.

Y ocurrió lo impensado -al menos por Rosita-; llegó al lugar la poco estimada banda de los nostálgicos, quienes obviamente no se enteraron de las reformas porque en sus casas solo tienen diarios viejos que recuerdan glorias ajenas y en la Tv solo sintonizan carreras de caballos. Ante la atenta mirada del público, y en religioso respeto por su habitual andar -mirada al piso, manos en los bolsillos y caminar cansino- entraron al bar sin percatarse siquiera de los cambios.

En ese momento, en la segunda cuadra de calle Belgrano, donde nunca ocurría nada, el pueblo fue testigo de uno de esos fenómenos cruciales en la historia universal, o quizás no haya sido para tanto, pero fue un fenómeno curioso.

A los pocos minutos de haberse sentado allí los muchachos nostálgicos, y en forma progresiva pero vertiginosa, el ambiente perdió su condición de innovador, postmoderno o cool.

Ojo, no me refiero a modificaciones físicas, sino de una suerte de alteración inmediata de la percepción colectiva. Lo que hace minutos era vanguardia, era ahora antiguo hasta para los más clásicos.

De pronto su aroma era el de lo rancio, lo cerrado, lo apolillado. El rojo y el verde, eran ahora observados con las impresiones que causaban el gris y el beige, y la música piantaba un lagrimón. El bar de Rosita era ahora, otra vez, un antro vetusto.

Aquella noche, entre otros hechos, la palabra «macanudo» se dejó de utilizar, y se sustituyó por el anglicismo «cool».

Creo que con los años las cosas se volvieron a invertir… una o dos veces más.

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