Esto era una mole de hormigón y cristal. Un feo gris derramado entre el azul del mar y el verdor de Ulia, unas rocas que la posmodernidad había traído para bajarnos los humos a los ciudadanos del marco incomparable, para ensombrecer Donostia. Luego pasó el tiempo y llegó la noche.
Cuando se encienden las luces de metacrilato del edificio entiendo que la belleza y la costumbre tienen mucho que ver.
Al Kusaal le ha pasado lo que a las fotos que nos sacamos en el concierto de David Bisbal, pero al reves. Desde la distancia del tiempo hemos perdido el hábito de vernos con las camisetas de Custo y sin embargo nos hemos acostumbrado a esta piedra gris.
Esto es un corazón de cristal surcado de venas y arterias de hormigón. Y en la oscuridad los cubos de Moneo brillan como la segunda estrella a la derecha pero en medio del mar.
Tu y yo, en verano, somos un mucho como el Kursaal, dos piedras entre el blanco y el gris que llevan gafas de espejo. Nuestras espaldas ligeramente ladeadas, lo justo para que se vea que venimos juntos. No nos miramos y, lo que es peor, estamos callados.
Nos hemos acostumbrado a la belleza de lo nuestro.
Recoges la toalla y me preguntas «¿Te vienes?» Y yo te contesto que «me quedo un rato más» mientras oigo como las olas y las puestas de sol han erosionado los «¿nos vamos?» que nos decíamos los días en los que aquellos dos edificios eran la fealdad del mundo.
Cuando eramos verdor escarpado y oceano con gaviotas.
Cuando sentados de espaldas al Kursaal mirabamos el horizonte de la Zurriola construyendo nuestro marco incomparable.
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