Dios bendiga a los desesperados

Dios bendiga a los desesperados

Blancas. Dolorosamente blancas. Las medias tres cuartos azules sólo tapaban una parte de sus piernas blancas. El resto de cuerpo se intuía debajo del auto pequeño y desvencijado. Aquella mañana de junio, en la ruta 33, la negrura del casi día envolvía todo menos sus piernas blancas.

La escuché gritar justo cuando las luces me alumbraron, me cegaron, un instante después de que el semáforo nos diera el paso para cruzar y caminar los treinta metros que nos separaban de la puerta del colegio. La escuché gritar y mi corazón de hermana mayor se estrujó.

Después vino el golpe y nos arrastró a las dos.

Tirada en el asfalto, a unos metros de ella, intenté pararme pero ninguna parte de mi cuerpo obedeció. Eran las siete y media, lo sé porque escuché el timbre de ingreso del colegio ¿Ella lo habría escuchado? Quería preguntarle pero las palabras tampoco me salían. Era como en esas pesadillas espantosas en las que intentaba gritar ¡auxilio! infructuosamente hasta que el esfuerzo por hablar me despertaba.

Dibujada en perspectiva, detrás de las ruedas, una mueca de horror se adueñaba de la cara de la señora del kiosco. Se tapaba la boca. Con las dos manos se tapaba la boca. También quise hablarle, decirle que estaba viva pero un dolor agudo en la nuca me frenó.

Tenía que levantarme, sacarla de allí abajo, hacer lo que me repetía mamá: “Ayudá a tu hermanita que es más chica. Cuidala”. Hacer lo que me decía mamá.

Como pude me despegué del asfalto, mecánicamente acomodé las tablas de la pollera. La puntada volvió y me obligó a mirar el piso. Mis ojos se clavaron en el libro de contabilidad de quinto año que irracionalmente estaba abierto sobre la línea amarilla de la calle. Mi libro de contabilidad estaba abierto sobre la calle. Seguí con la mirada el recorrido caprichoso de nuestras carpetas y textos. Nuestras cosas tiradas en la ruta. Cuando ella estuviera de pie las recogeríamos juntas antes de entrar al colegio.

Junto al pequeño Ami 8 desvencijado cinco personas hacían una extraña ronda. Estaba mi profesor de Historia y dos compañeros que vivían del otro lado de la ruta, a los otros no los conocía. Tiempo después supe que el cuarto era un playero de la Shell, un chico que estudiaba Derecho fue el quinto. No eran los únicos aunque sí parecían los únicos que estaban por hacer algo. No me veían, era invisible para todos ellos. Estaban concentrados, como yo, en las piernas blancas. “Uno, dos, tres”, contaron en voz alta y levantaron el Citroën dejando al descubierto la cara, el torso, las manos —también blancas— abiertas sobre la cinta asfáltica.

Entonces sí pude gritar, como cuando conseguía despertar de las pesadillas. Esta vez el espanto no acabó. Grité su apodo, el que yo misma le puse cuando tenía poco más un año y me la presentaron recién llegada del hospital. “Nanita”, la llamé, tratando de alcanzar con mi voz aquello que no conseguía alcanzar con mis manos. Me volví de carne y hueso para todos los que estaban ahí. Me tomaron por los brazos y no me dejaron llegar. Mis piernas caminaban en el aire sin que pudiera correr hasta ella. Alguien me pidió que fuera fuerte, fuerza era todo lo que tenía pero no bastaba.

La sirena de la ambulancia los espantó y entonces me soltaron.

La claridad de la mañana se había devorado la negrura que envolvía todo. Las caras, las miradas ya no eran difusas. Pensé en mamá. “Cuidala”, escuché clarito y me subí en la parte delantera de la ambulancia para que no se les ocurriera irse sin mí.

El conductor intentó bajarme pero lo paré diciendo que era la hermana, no insistió más y encendió el motor mientras me preguntaba si yo estaba bien. Respondí con la cabeza y escondí la mano con un rastro de sangre que no sé de dónde habría salido.

Recé. Recé en voz alta y me pareció que él me acompañaba al menos con el pensamiento. La ambulancia desanduvo el trayecto que un rato antes habíamos hecho en la chata de papá. Sólo había que cruzar la ruta y caminar los treinta metros. Él tomó la curva y no vio lo que dejó detrás.

Pasamos por la puerta de casa y recordé a la abuela haciéndose la señal de la cruz cada vez que escuchaba una sirena. Se santiguaba y le pedía a Dios que bendijera a los desesperados.

Nosotras estábamos en la ambulancia. Nosotras.

Encontré la relación entre el dolor, la nuca y la sangre; las caras de horror, la gente levantando el auto; la ruta, el semáforo, las luces.

Seguí rezando pero algo pasó y en mi distracción por buscar explicaciones a lo que había sucedido, no lo vi.

El chofer apagó la sirena cuando entrábamos a Rosario. Tenía que ser fuerte —me habían dicho— y tomando coraje le pregunté por qué lo había hecho.

—Dicen los médicos de atrás que tu hermana está bien —dijo con una sonrisa. El también parecía aliviado.

Ya no había apuro.

Dios bendice a los desesperados

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