La tristeza llegó cuando me di cuenta de que sólo podía ver un pedazo de cielo desde la ventana. Mi vida se había convertido en un rutinario y aburrido recuento de momentos antes de la siguiente pastilla. Tenía la cadera rota en tres lugares distintos, y mi cuerpo sólo me permitía incorporarme lo suficiente para asomarme al mundo de hurtadillas. La televisión o las redes sociales ya no brindaban ninguna emoción a mi día; me parecían tan insulsas como esta extraña situación que estaba aprendiendo a sobrellevar.
Así fue como empecé a fijarme en las sorpresas que traían los ruidos de la calle. Las risas de los niños o los frenazos de los coches; incluso las interminables obras que se repetían por segundo año consecutivo tres manzanas más allá. Los autobuses se detenían continuamente frente a mi portal y escupían, más que expulsaban, a las personas de su interior. Del mismo modo, estas se afanaban en llegar a su desconocido destino. Pero de pronto, su extraño proceder parecía adquirir sentido en mi interior. Si espiaba a una mujer observando el escaparate de mi zapatería preferida, experimentaba lo que sería volver a andar otra vez con zapatos nuevos. El abuelo que compraba dulces en la pastelería de siempre había escogido regalar mi postre favorito; casi podía sentir el calor del chocolate derretido en mi boca. Y la chica que sonreía al teléfono… ella me permitía recordar la magia de salir de casa un viernes por la tarde sin saber cuándo y cómo volverías.
Toda esa magia nacía y crecía a mí alrededor, sin darme cuenta. Yo me obsesionaba pensando en ese único trocito de cielo que me permitían vislumbrar los edificios cercanos. Deseaba en secreto poder moverme para cambiar las vistas, volver apreciar la inmensidad del firmamento. Tan obcecada estaba en mi absurda aflicción que me perdía la vida en directo. Mi barrio estaba intentando decirme que no me diera por vencida, y que aprovechara esos momentos de inmovilidad para aprender a observar; a disfrutar sin tener que actuar. Trataba de explicarme cómo el movimiento no lo es todo: a veces tienes que detener el paso si quieres ver bien lo que estás haciendo. ¿Qué es lo que elegirías si pudieras hacer cualquier cosa?
El primer día que salí a la calle, meses después de la operación, puede que no recorriera ni 200 metros, pero fueron los más emocionantes de mi corta y atolondrada existencia. Gozaba con el sonido del viento golpeando a la gente, a los árboles, las casas. Dejaba que este me impulsara por la acera, entre peatones que no se daban cuenta de lo que estaba ocurriendo. Me avisaba de los continuos obstáculos del suelo, los baches y las hojas que hacía tiempo habían caído. Me sostenía cuando los más jóvenes pasaban rozándome en su carrera. Detenía mis pasos si los vecinos me preguntaban cómo estaba hoy.
Cuando llegué a las dos torres, pude ver el centro en su esplendor. Los grandes edificios de la modernidad, el Palacio, la Catedral, el río sin agua. Aparecían ante mis ojos como una alucinación. Eran el espejismo de una mujer que había pasado demasiados años en el desierto de la inconsciencia. El sueño de una niña que descubre por primera vez de qué está hecho el mundo. Descubría en todos esos lugares detalles que nunca antes había advertido, y me regocijaba en la belleza del presente. Si iniciaba de nuevo una huida hacia adelante, mi cadera gritaba para recordarme que desde ahora debía respetar el arte del tiempo. Y quieta, en medio de la algarabía que no cesa, me di cuenta de que la ciudad me había salvado.
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