Jungla de Cemento

Jungla de Cemento

Akira Zeta

25/01/2019

«El problema con el mundo es que la gente inteligente está llena de dudas, mientras que la gente estúpida está llena de certezas«
-Bukowski

Trabajo en un cine para adultos. Aunque parezca ridículo aún existen este tipo de establecimientos en mi ciudad. ¡Allá cada quien con sus fetiches! Yo feliz con que me den trabajo en aquel penoso lugar. Mientras tránsito por el Parque de los Fundadores, logro dilucidar a lo lejos a una vieja amistad.

– ¿Katherine?

Mi amiga al percatarse de mi presencia, no oculta su cara de desagrado al saber que su mejor amigo de la universidad la ha pillado en tan malos sitios.

– ¡Hola Hernán! – me saludó apartando la mirada.

– ¿Cómo va todo? ¡Me gusta tu vestido y esos tacones rojos! ¿Esperas a alguien?

– No te hagas el imbécil que tú sabes a que me dedico ahora, ¡y aunque más pagaras todo el dinero del mundo nunca accedería en tener contacto con vos!

– ¿Que paso con la ortodoncia y el viaje con tu prometido?

– Un título no te garantiza nada, y las personas cambian de parecer. ¡Ahora solo me limito a vender mi tiempo!

En aquellos instantes llego un hombre de unos 50 años, obeso hasta las oreja y de muy mala pinta. Parecía que ya era un frecuente de mi amiga pues esta lo recibió con mucho afecto y eso significaba que me tenía que marchar de allí.

Antes de llegar a mi trabajo siempre paso por el supermercado que está ubicado al lado de la Catedral. Todos los días visito aquel establecimiento ya que ahí trabaja un buen amigo mío. Su nombre es Kant, o bueno, le gustan que le llamen así. Aunque creo que nadie sabe su verdadero nombre. Es un tipo bastante viejo y arrugado, de esos que salen en la televisión promocionando ataúdes. Tiene el pelo teñido de verde, piercings por toda su cara y las uñas pintadas de negro. Si no llevase todo el tiempo su uniforme del trabajo, bien podría tomársele como una legenda viviente del punk. No entendía como aquel tipo de apariencia tan sublime malgastaba sus días en un sitio tan denigrante como ese.

– Y dime Kant, ¿tu hija te trajo el almuerzo hoy?

– No, me advirtió que estaría ocupada con su banda.

– ¡Aun no comprendo porque no decides irte de este mierdero! ¿Por qué no te reúnes con tus viejas amistades?

Kant se prendió un cigarro, y esgrimiendo una sonrisa que arrugaba más su deteriorado pero excelso rostro, dictaminó:

– La mayoría de mis amigos de andanzas están muertos, o internados en asilos. Lo único que me mantiene es la música y mi hija. Ella me comenta que si todo sale bien con su grupo, en cuestión de meses se irán de gira por Norteamérica, y me compraran un boleto para que los acompañe.

– ¡Kant! ¡Maldita sea! ¡No te pago para que te rasques tus bolas viejas! – gritó el dueño de la tienda a mi amigo.

Me despedí de Kant con cierta tristeza, pues ambos sabíamos que su hija le terminaría por abandonar. Y es que alguien que trabaja limpiando fluidos corporales en los sillones de un maloliente cine no podía hacer nada al respecto.

– ¿Me regala plata? – me dijo una débil voz a mis espaldas.

Al voltearme vi a un niño de la calle que olía a mierda y vicio. Tenía los ojos perdidos y la boca ensangrentada.

– ¿A qué idiota has intentado robar como para haberte dejado en ese estado? – le pregunté.

El chiquillo al ver que no le daba dinero, y en cambio le cuestiona su estilo de vida, se alejó de mí y le planteó la misma interrogante al siguiente transeúnte. Continúe con mi trayecto, y como a las dos cuadras me encontré con otro pequeño vagabundo, un poco más grande que el anterior.

– ¡Oiga señor, deme un billete!

Como lo miraba menos llevado, saqué de mi cartera un billete de los grandes, y antes de darme la oportunidad de entregárselo formalmente, me lo rapó tan diligentemente que solo hasta cuando me percaté de su actuar, el pobre imbécil ya andaba pasando indiscretamente las calles sin importarle los reclamos de los conductores.

– ¡Le quedó de lección para que a la próxima no sea tan huevón! ¡Esos mugrientos solo sirven pa ´pedir plata y gastársela en drogas! – me recriminó una señora mayor.

No le presté atención a tal recriminación, y opté por agilizar mi trayecto. Para mi suerte llegue con cinco minutos de antelación, encontrando a mi jefe en el parqueadero fumándose un cigarro.

– ¡Oiga Hernán! ¿Todavía tiene le billete que nos metieron anoche?

Acepté el cigarro que me ofreció, y mientras veíamos a las ejecutivas que pasaban indiferentes ante nuestras miradas, le contesté:

– Me lo robaron jefe. ¡Qué suerte la mía!

– ¡Mucho tortolo usted! De todas formas no tiene importancia, igual solo era un billete falso, pero pensaba metérselo al de la farmacia.

– ¿Todavía vende preservativos caducados el viejo usurero ese?

– ¡El muy hijo de puta!

La vida seguía avanzando aunque tratara de ignorarlo. Mi jefe pronto me despediría. El de la farmacia seguirá vendiendo medicamentos de contrabando. Kant terminaría sus días trabajando al ritmo de los gritos de su superior. Los dos vaguitos pronto se matarían por un billete didáctico; y Katherine se limitara a vender su tiempo a tipos indeseables. Todo me desencajaba por completo, pero era una agradable noche de Noviembre, y a todos en esta maldita ciudad les dejaba indiferente.

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