El repiqueteo de los tacones de aguja sobre el acerado sonaba de forma ostensible a altas horas de la madrugada, mientras el adoquinado de la calzada brillaba al reflejar la luz de la luna. Era una calle de barrio como tantas, cuajada de casas de vecinos donde los inquilinos se hacinaban en habitaciones angostas, frías, de paredes desconchadas y aseos compartidos sin agua corriente. Juanita Salas, más conocida como “La Juani”, caminaba sobre aquel delicado calzado que realzaba su liviana figura. Era la hora del regreso y, a pesar de lo avanzado de la noche, aún acechaban ojos inquisidores que abrían una rendija en los visillos de cierros y ventanas para observar su paso. Al día siguiente, llegaría el momento del comentario lascivo, la sátira malintencionada y el insulto fácil. Era una mujer de la calle, en una calle donde no pasaba desapercibida.
No obstante, ella hacía oídos sordos y rehuía coincidir en tiendas o colmados con buena parte del vecindario. Su vida transcurría en absoluta soledad, salvo las tres noches por semana que recorría los trescientos metros que separaban el cuarto de alquiler donde se hospedaba, hasta la puerta de la Iglesia de San Mateo. Puntual a la cita, un coche negro la recogía en la fachada del templo una vez concluido el horario de misas, aprovechando la soledad del entorno. El regreso sería en el mismo lugar.
Juanita Salas perdió a sus padres muy pronto. Su única hermana, Rosario, tres años mayor que ella, era viuda de guerra. Carlos, su marido, fue una víctima imberbe del conflicto civil, arrastrado en una leva destinada a reclutar hombres que pudieran sostener un arma y disparar contra otros, sin saber exactamente por qué debía hacerlo. Rosario pudo superar aquel durísimo trance gracias a su hija Elena, único legado que dejó su añorado esposo. La pequeña contaba ya con seis años de edad y era la razón de su vida. Elena no llegó a conocer a su padre y, por imposición materna, tampoco conocería a su tía Juana, debido a la inmoral actividad que ejercía y a la deshonra con la que había mancillado sus apellidos. Madre e hija sobrevivían gracias a una ayuda pública que recibían cada mes por giro postal, enviada por “Auxilio social”.
La dureza de la postguerra se hacía sentir por doquier. En cada casa, en cada pueblo, en cada barrio y en cada calle, multitud de personas solo deseaban al comenzar el día que este acabara pronto, sin tener que soportar muchas calamidades. Juanita intentó abrir puertas, pero solo encontró paredes, y llegó a la conclusión de que la desesperación busca resquicios donde la sensatez no encuentra. No estaba orgullosa de lo que hacía, pero ese sacrificio personal le servía para sufragar sus necesidades y alcanzar la prioridad que se había propuesto.
Siguió saliendo de noche al amparo de la oscuridad y regresando de madrugada protegida por el mismo manto, después de cumplir tres veladas semanales. Hasta que una noche no regresó. Nadie la echó en falta, nadie se preocupó por su ausencia, ni nadie movió un solo dedo para buscarla. Una fría y plomiza mañana de enero apareció su cadáver en un vertedero infecto, con signos evidentes de violencia que la autopsia confirmó. La policía localizó a su único familiar conocido: Rosario Salas.
La noticia le produjo una sacudida de sentimientos encontrados. Estaba convencida de que nada que afectara a la vida de su hermana podría perturbarla. Pero nunca pensó en la muerte, debido a que la juventud de Juanita era su principal atributo personal. La culpabilidad del crimen recayó en un indigente que frecuentaba la zona. Una víctima propicia para colgarle el sambenito, dar carpetazo al asunto y evitar así una investigación más exhaustiva y embarazosa.
Sin embargo, las desgracias para la familia Salas no habían terminado. El giro postal para la supervivencia de madre e hija no llegó con la puntualidad acostumbrada. Tras unos días de espera angustiosa, Rosario acudió a las dependencias municipales solicitando explicaciones. La respuesta que recibió la dejó helada: No figuraba concesión de ayuda a su nombre, ni envío alguno en meses anteriores. La desesperación guió sus pasos hasta la oficina de correos, en busca del cartero que todos los meses le hacía la entrega. Aquel buen hombre la condujo hasta un despacho interior donde esperó unos minutos. Poco después, el encargado de atender a los clientes que deseaban enviar giros postales, entró en la habitación. Ocupó un asiento frente a Rosario, la miró a los ojos y dijo:
– Señora, el giro que usted menciona estaba siendo ordenado por una mujer joven. Lo hacía con rigurosa puntualidad el mismo día de cada mes y exigía que en el remite solo figurara la frase “Auxilio social”.
Al intuir la verdad de lo ocurrido, los ojos de Rosario empezaron a brillar sin poder contener el llanto. La mano temblorosa buscó en el monedero la fotografía de Juana. Sin mediar palabra, la expuso ante los ojos de aquel hombre. El asintió con la cabeza.
– Entiendo su dolor – pronunció el desconocido -. Se lo que ha pasado y tengo que decirle algo más. Su hermana nos pidió que si le ocurría algo, le hiciéramos entrega de una caja privada. Aquí tiene la llave.
Rosario no podía articular palabra, ni reunía fuerzas para levantar su cuerpo de aquella silla. El respetuoso empleado salió de la habitación y volvió con una caja entre las manos.
– Aquí encontrará pertenencias personales de su hermana. Ella deseaba que le fueran entregadas si se producía un hecho lamentable como éste. Lo siento mucho.
La dejó sola en la habitación delante de la caja. Reunió la energía necesaria para abrirla y extrajo de su interior un paquete abultado. Nunca había contemplado semejante cantidad de dinero junto. Una nota escrita a mano envolvía aquella fortuna. La abrió y cayó de bruces al suelo derrumbada por el dolor. Demasiado tarde para volver atrás, pensó presa de la impotencia. La escueta nota solo contenía tres palabras: “Siempre te querré”.
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