No había teléfonos móviles ni falta que hacía. A cualquier hora, siempre que fueras a los billares encontrabas a alguien dispuesto a compartir tus historias y a hablar de sus problemas. Allí estaban todas las redes sociales de la época. La diferencia con las de ahora es que los amigos allí eran de verdad; de los que les puedes dar un abrazo o una hostia y, algunas veces, se sucedían uno después de la otra. Los billares, semillero de amistades para toda la vida, sirvieron a varias generaciones para aprender lo bueno y lo malo que no se enseñaban ni en la casa ni en la escuela. No digo en la tele ya que la inmensa mayoría no teníamos.
Ese día era domingo y estaba jugando un pierde-paga al ping-pong. Nadie pagaba a medias. Si perdías te jodías y pagabas. Pura competitividad. Y con tal de no pagar hacías cualquier cosa. De pronto oí que un tumultuoso grupo de chicos corría hacia la puerta. Uno de ellos, boquiabierto, exclamó:
-¡Hostia tíos! ¡Qué tía!
Dejé de jugar y fui a ver qué pasaba. Caminaban por la acera una pareja de extranjeros cogidos de la mano. La mujer, que era lo único en lo que nos fijábamos, llevaba una enorme melena rubia, y una falda extremadamente corta que dejaba ver unas piernas larguísimas. Una fila de muchachos babeantes miraba como si no hubieran visto una mujer con minifalda en su vida. Y de hecho, nunca la habíamos visto. ¡Menudo espectáculo!, decía uno. ¡Aquí no hay tías como está! decía otro. !Me parece que no lleva sujetador! Al oír esto dos chicos, de los más jóvenes, salieron a perseguir a la pareja a distancia. No volvimos a verlos ese día.
El evento estrella de los billares era la partida de billar americano de los estudiantes sudamericanos universitarios en la que apostaban dinero. Esa tarde la tensión era máxima. Jugaban varios “ganchos” de ese deporte. Los mirones rodeábamos la mesa. Arnaldo, un colombiano que era el más gancho de los jugadores de ese día, parecía estar especialmente nervioso. De pronto, le espetó a Cecilio, el mayor de todos los jugadores, un argentino del que se decía que llevaba más de 10 años haciendo el primer curso de la carrera de Medicina y otras:
-¡Maldito gonorrea! Perdiste. Moviste la bola blanca con el taco antes de tirar. ¡Tobogán de piojos!
Arnaldo miró a los mirones como inquiriendo un apoyo a su grave acusación. Los mirones nos mirábamos unos a otros. Nadie decía nada. Hasta las estridentes máquinas traga bolas callaron de repente. Silencio sepulcral.
Las entradas alopécicas prematuras de Cecilio parecieron brillar cuando todos los presentes pusimos los ojos sobre su cabeza buscando piojos. Contestó gritando:
-Pero, ¿qué dices? ¡La concha de tu madre! ¡Forro del orto! ¡Métete el dedo en el culo y canta que la vida te engañó!. No moví nada.
Los dos contrincantes se acercaron tanto el uno al otro que parecía que se iban a traspasar. El dueño del local se interpuso rápidamente, metió las bolas en el triángulo y los echó:
– ¡Fuera! ¡Otra pelea y no entráis más aquí en vuestra puta vida!
Los gladiadores del billar salieron del local diciéndose adjetivos ininteligibles.
Tardé varios años en descifrar que significaba la concha de tu madre, el orto y otras lindezas que se decían.
Los quinceañeros del local volvimos a nuestras tareas habituales: fumar un único cigarrillo que pasábamos entre nosotros y, en raras ocasiones, ver alguna revista extranjera en la que se veían a mujeres con los pechos al aire. Con mucha frecuencia me tocaba la pava recalentada, la del cigarro, que apuraba entre tosidos mientras Ramón, el de siempre, se llevaba la revista en dirección al servicio.
Nunca había chicas/mujeres en los billares. No había prohibición expresa pero ninguna chica se atrevía a entrar. Ríete tú de los techos de cristal que han tenido que romper las mujeres desde aquella época. El techo de cristal de los billares era gordo. Bien gordo. Admiraría eternamente, si la hubiera conocido, a la primera chica que entró a los billares de mi barrio y se atrevió a soportar las decenas de miradas y comentarios lascivos.
Como era muy raro poder hablar o ver de cerca a las chicas, la única posibilidad de hacerlo era ir a la salida del Instituto femenino. La educación separada obligatoria ejercía una extraña atracción, curiosidad, fascinación por esos extraños seres vivos del otro sexo. Nuestro hervidero de hormonas ponía el resto para ir a hacer el ridículo.
Nos situábamos en la acera por donde las chicas pasaban. Bien visibles aunque ninguna nos miraba. Esbeltas y altivas algunas; regordetas y chaparritas otras, todas pasaban con las cabezas y barbillas como si estuvieran en un pase de modelos. Algunas, las más atrevidas, al pasar junto a nosotros, se cogían del brazo y cuchicheaban algo mientras reían. Nos miraban y seguían las risas. Mi amigo Paco se atrevió y gritó a dos chicas:
-Oye guapas, ¿os venís después a la feria? ¡Hay coches de choque!
¿Hubo respuesta? Ninguna. Las risas subieron de tono y las chicas aumentaron rápidamente el paso. Era cruel y humillante.
Solo una de ellas, antes de doblar la esquina, se volvió y nos miró. Bueno, me miró. Era Susana, mi vecina del final de la calle. No reía. Se paró y sonrió unos instantes. Sonrisa dulce. Ojos preciosos. Dobló la esquina y siguió su camino
Con las manos en los bolsillos volvimos a los billares lamentándonos de nuestra virginidad permanente.
Un día, uno de los chicos mayores, universitario, entró sobresaltado:
-Han matado a Carrero Blanco, el presidente del gobierno. Ha sido la ETA con una bomba.
Alguien preguntó desconcertado:
-¿Pero el presidente del gobierno no es Franco?
El universitario, desesperado, exclamó:
-¡No hombre. Este es otro. Franco es el Caudillo!
En nuestro grupo hubo un encogimiento general de hombros. Después de unos segundos de desconcierto Javi ,el más joven, supo claramente lo que había que hacer y dijo:
-Venga Ramón saca ya la revista.
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