Esta es una historia que – como toda historia-, resulta arbitrario decidir por dónde comienza. Por lo que, impotentes ante las necesidades mismas, es ella quien elige como contarse, y nos reclama una coma, tal o cual aclaración, y aquellos puntos suspensivos o final; hemos de decir, entonces, que comienza con El Capital.
Así es, ¿acaso no comienza todo y no encuentra todo su final en la obra icónica de Karl Marx? Como a tantos que antes de él intentaron desentrañar los misterios del Sistema económico y reconocerse a sí mismos reconociendo su realidad social, él había estudiado El Capital, y hacía ya un año de cuando decidió meterse con las obras completas de Uliánov, ese otro marxista que supo ser hereje, que firmara sus escritos con más de 100 pseudónimos, pero fuera conocido por la historia y por los hombres solo por uno de ellos: Lenin.
Un viernes plomizo de octubre cargó la inercia del trabajo, el libro y la vianda en el bolso; y dio el trote diario hasta la estación de tren bajo la lluvia (para oxigenar el cerebro y leer más despabilado se decía, o quizás su diario intento de huir, de salir corriendo de su propia vida). Quizás… es una palabra, cuya posición no es menos arbitraria que el inicio de una historia. “Quizás salió unos minutos antes”, “quizás el tren se atrasó ese par de minutos suficientes”, “quizás corrió demasiado rápido”…y sin embargo, allí estaba; agitado y húmedo, con las gotas que le caían por las sienes, montado en un tren que no era el suyo, sino su predecesor.
En la siguiente estación las puertas se abrieron y dejaron entrar a la gente, a las gotas de lluvia en caras apáticas; y su sonrisa mágica. Hacía tiempo, quizás una vida, que se sentía inconmensurablemente solo. No por ausencia de gente exactamente, sensación vaga, indefinible. Por eso, aunque, leía y estudiaba a Lenin concienzudamente, dejaba a sus ojos divagar por entre los rostros de la gente, en busca de esa mirada que signe el calendario alguna vez.
Ella irrumpió junto con la manada, ansiosa como todos por el resguardo de los techos, despreocupada y soberbia, imponente y loca. Si algo había aprendido él en sus años de vagabundeo por las ciudades y las calles extrañas y ajenas, fue a observar, y como todo lunático, supo darse cuenta, inconfesablemente, de que ella amaba la lluvia como él, de que ella era otra exiliada social como él, así, paradójicamente, sumidos en esos mares de gentes.
Sería difícil suponer porqué, pero así es que ella terminó casi de frente a él, a su costado. Despistada, disparatada, insólita como era, sacudió su paraguas empapándole todo el pantalón y los zapatos. Él la miró. –“Es viernes”- dijo ella. Él juraría luego que le respondió: “Igual yo mañana trabajo” (por todos los dioses ateos, como odiaba que lo obliguen a trabajar los sábados). Ella diría que no, que él solo se limitó a mirarla de arriba abajo. Luego de lo cual, él intentaría concentrarse en su lectura, prestar atención a esos escritos, de los que intentaba aprehender la esencia misma del hombre, la manera y el método de su pensar. Y sin embargo quedaría estancado allí, rumiando como un perro con su hueso unos párrafos, luchando por mirarla y no, preguntándose qué podría decir que justificara un diálogo coherente y no invasivo, reconociéndose en el fondo con lo que había debajo de esa ropa “de hippie” que prejuzgaría. Debajo de esa piel que añoraría sin confesar. Debajo de esos huesos y esos músculos en estado que se dejaban adivinar. Ella lo observaría, intuyendo su afinidad, pensando: “Por qué no me hablás, si somos lo mismo”. Y sin embargo…”permiso, me bajo en esta estación”. Sería lo único capaz de pronunciar. Como tantas veces, sacrificando lo que amaba en el altar de lo imposible. Como tantas veces, renunciando a sí mismo. Como tantas veces, negándose, abandonándose, olvidándose de sí.
Medio año después, allí se encontraba él nuevamente, un 18 de abril, frente a la puerta del vagón, con su lectura.Allí irrumpiría ella, parándosele en frente. Él se disculparía por molestarla con el libro, ella se quejaría de no poder leer porque había mucha gente. Él le preguntaría que ¿qué leía? Ella diría “La novena revelación”, (tirando por tierra cualquier esperanza de entendimiento que él pudiera tener). Ella le preguntaría por Lenin, ingenuamente, que fetichice sus miles de escritos en una sola frase. Él elegiría aquella de que “Salvo el Poder, todo es ilusión”. Y esta sería su primera conversación, llena de psicodelia y la embriaguez de aquel aluvión de emociones que sentía.
El 5 de mayo ella, en su casa, le preguntaría qué pensaba hacer. Ya habían aclarado que no pasaría nada entre ellos, no ahora, no todavía. Él ya hacía tiempo que daba lo que fuera por estar con ella las veces que salieron a correr, aún sospechando fuertemente que lo suyo no podría ser, que había distancias insalvables, por lo que respondería que lo entendía, y que se quería quedar. Ella lo recibiría en su cama, él la abrazaría con todo el amor del mundo como lo hizo en la cocina mientras se levaba el pan que cocinó para ella. Ella, sintiendo que aquello era genuino, y que verdaderamente él la respetaba en sus tiempos, se abriría a sentirlo en su pureza y lo invitaría a los aposentos de su sexo…él asumiría ese cambio algo ingenuo y confundido. Para dormirse luego, sin percibir aún que aquél sería el primer día de su vida sin ese sentirse en soledad.
Aún no le había confesado que en el octubre pasado había recorrido variosvagones del tren en la búsqueda de su sonrisa mágica unos días, arrepentido de sus silencios; hasta tener que arrancarla virulentamente de su ser. Y como toda historia, esta tiene un final -o un inicio- igual de arbitrario, un 5 de mayo; el natalicio de Karl Marx. ¿Acaso no encuentra todo su principio y su final en El Capital?
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