La calle del pecado

La calle del pecado

Mar Barcelo

21/01/2019

A los 18 años, siendo yo todavía una adolescente, mi padre me llevó por primera vez al barrio rojo de Amsterdam.

Me encontré en medio de una de esas calles intentando asimilar ese lugar tan pintoresco y distinto a todo lo que había visto antes.

Estábamos exactamente en la animada calle Warmoesstraat, iluminada en tonos rojizos al caer la tarde y en sus vitrinas, hermosas latinas posando como retratos vivientes. Me fijé en una rubia blanquecina fumando un cigarro sentada en su butaca, el marco de la ventana hacía a la vez de marco de un cuadro viviente. Era como si estuviera viajando sin mirar por la ventanilla. Las prostitutas no me dejaban sacar fotos pero me tiraban besitos con sus dedos finos y sus brillantes uñas.

Se iba haciendo de noche y resaltaban aún más las vidrieras de neón rojas y azules y me dejé llevar por su encanto.

Sobre la media noche, entramos en un coffe shop, nos dirigimos al mostrador del fondo donde había un menú con las variedades de marihuana disponibles. Compró un porro ya listo para consumir y pasamos a un sector separado por un cristal donde había mesas y sillones para sentarse. Tomamos un café y nos fumamos el porro a medias.

Estaba yo ya en la cama del hotel y no podía visualizar otra cosa que no fuera aquella calle, era mágica. Era como un carnaval, prostitutas en la ventana, familias de todas las edades paseando, gays, travestis, policías, bares y cafés llenos de humo. Las luces y la gente se fundían en uno sólo, sin temor a ser intimidado por quién no debe. Era la mejor representación de tolerancia y respeto.

¿Cómo sería aquella calle a la mañana siguiente?

Cuando me levanté, cogí el tranvía que me dejó a pocos pasos de Warmoesstraat. Llegué muy temprano, antes de las nueve de la mañana y me dí cuenta que aún se encontraban los restos de la noche anterior. Latas de cerveza, servilletas, botellas, papeles y más basura, como si aún las calles estuvieran bajo los efectos de la resaca. A los pocos minutos hizo acto de presencia el personal de la limpieza para devolverle todo su encanto.

Mientras caminaba pensaba en lo que sucede en esa calle día tras día y noche tras noche. Mi mente siempre se quedará corta al intentar imaginarme las obras que se desarrollan en ese escenario.

Esa mañana apenas se encontraban algunas chicas detrás de sus ventanas trabajando en el turno matutino. En plena calle observé a una fila de niños que entraban en la guardería, estos chicos desde pequeños han visto los escaparates y han visto a las chicas, están tan familiarizados con ello que no les causa conflicto, al final, uno naturaliza lo que vive cada día.

Me senté en la terraza de un café mirando pasar la vida, y me dí cuenta que Warmoesstraat, estéticamente era igual a otras muchas calles de la ciudad, dividida por un canal y puentes cada pocos metros para poder cruzar de un lado a otro. Pero de todas maneras, esta calle era especial, tenía un no sé qué, que la hacía única.

Desde la terraza donde estaba me fijé en la existencia de una iglesia medio escondida que pasaba desarpecibida, resultaba una extraña mezcla entre religiosidad y libertar, simbolizando la tolerancia de sus ciudadanos.

Era extraño pero no podía identificar esta calle cómo algo sórdido, empujada de vicio y lujuria, más bien al contrario, tiendas de comestibles, librerías, galerías de diseñadores independientes, y lógicamente las vitrinas. Me sentí en un mundo aparte, los colores de las casas, las bicis recostadas en las barandas de los puentes, provocaban en mí una sensación de comodidad, de bien estar.

En conclusión, una calle cosmopolita donde los coffe shop se alternan con museos y los tranvías con canales, que continua luciendo en sus vitrinas caprichos y deseos ocultos.

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