El anciano del Jardín.

El anciano del Jardín.

Era factible entrar en lo cotidiano de la vida, caminar esas calles del centro, mirar escaparates, enormes filas en los bancos un día de pago, el tráfico en hora pico frente al Jardín Hidalgo. Era tan fácil, salir de aquella mensajería solitaria donde ya tenía alojados cinco demonios y tres libros. Caminar por esa calle, mirar por inercia la tienda que quedaba a contra esquina con ese pequeño letrero sucio y oxidado que decía «la providencia». Doblar aquella esquina donde estaba la cerrajería que casi nunca abría, una tienda de deportes y tres escaparates de ropa para dama. En la siguiente vuelta, entrar en lo cotidiano de aquella vida, pensar en alguna banalidad mientras cruzas fugaces miradas con personas que llevan prisa o detienen sus pasos tras mirar algún artilugio que llamó su atención, una joven madre haciendo el nudo de los zapatos a su hijo, ver de reojo el Jardín, entrar al minisúper, comprar cigarrillos, un café, un chocolate y pastillas de menta, salir y volver a la mensajería.

Lo de costumbre, lo que se hace cuando no ves, eso que se hace por inercia, fríamente cotidiano, todo eso mecánico, un día cambió. Ese día especialmente caluroso noté algo diferente, la mirada fija de un anciano sentado entre los pilares de cantera rosa del Hemiciclo Hidalgo, que me causó intriga.

Día a día entraba sin notar en lo ordinario de las calles del centro, hasta llegar al Jardín Hidalgo, donde renacía mi curiosidad por un lindo anciano, siempre estaba ahí sentado entre las mismas columnas rosas, llevaba una gorra roja que dejaba ver poco sus cabellos blancos y uno que otro azabache que aún no perdía batalla, un chaleco obscuro, pantalones azules, zapatos deportivos y llevaba siempre consigo un pequeño morral de tejido huichol. Era inevitable verlo sin ser percibida, imaginar que era un gran sabio sentado en aquel jardín; no muchos notaban el jardín. El lugar es un monumento a media luna, con columnas que parecen griegas construidas de cantera, hay unos escalones para subir al lugar, en las esquinas arriba hay en cada una, una estatua de águila también de cantera, en la cima la estatua a Don Miguel Hidalgo I. Costilla, y entre las columnas un anciano de gorra roja que fuma un cigarrillo, finge no verme cuando lo observo, mientras me pregunto: ¿cómo vivirá? ¿a qué se dedica? ¿por qué esta ahí sentado todos los días varias horas mirando todo y nada a la vez?

Me miraba, de la misma manera en que yo lo miraba, como si no quisiéramos que el otro lo notara, pero en el fondo lo notábamos; era un tipo de ritual de miradas curiosas o al menos así lo pensaba. Todos los días a la misma hora salía de mi jaula disfrazada de paquetería, miraba de reojo el anuncio oxidado de la providencia, caminaba y miraba desde la otra acera, el jardín y al anciano escondido entre los pilares, alguna vez fumando, otras mirando todo, nada, y a mí.

Un día, le pregunté a Juan, el empleado del minisúper, sí lo conocía y claro que sabía algo.

-Viene aquí todos los días a comprar cigarros y se sienta en el jardín- Dijo sin más, Juan.

-Pero ¿es todo lo qué sabes? ¿no sabes qué más hace? la verdad me intriga demasiado, ya que he notado su estadía ahí todas las tardes. – le pregunté ansiosa.

-Solo sé, bueno me contaron que tuvo un accidente y perdió completamente la razón. – fue todo lo que sabía el empleado del minisúper.

Juan, no sabía qué tipo de accidente ni qué tipo de locura, pero… ¿locura? la definición de locura esta tan trillada en estos tiempos, que yo misma estoy loca, y él, aquel, ellos, Juan, todos tenemos locura.

Mi fascinación, admiración e intriga hacia el anciano del jardín, seguían en la misma situación y cuando salí del minisúper, miré a la otra acera, y ahí estaba el anciano sentado, sin hacer nada, solo observando a todos, quizás a nadie o a mí.

Estaba igual, mi intriga crecía tras miradas ocultas, los reojos, esa mística situación y las preguntas ¡Diablos, las preguntas! Estaba yo loca, aún más de lo que la gente pensara del anciano, me había obsesionado con algo tan magnifico, como no sé, si él estuviera esperando a un amor que no llegó a su cita o la posibilidad de que él viera más allá de los cuerpos y las miradas fugaces entre extraños, se sentará ahí amargamente a criticar a las personas, estudiarlas, analizarlas, saberlo todo, saber nada. Quizás inclusive, él no me miraba o no con la misma curiosidad que yo, a veces hasta pensaba, que él ya lo sabía todo de mí con solo una mirada; sabía que mi abrupto pensamiento fantástico de historias sin fin sobre él, se debía al hastío que me daba el trabajo en la mensajería de la calle ensaye, sabía quizás que mi intención era salir de lo cotidiano a lo magnifico, de lo real a lo fantástico, de caminar por las calles imaginando historias de un señor que se sienta todas las tardes en el jardín y observa.

Se crearon varias historias en mi mente, locura, enojo, soledad que lo acompañaba a deshoras en su lugar entre columnas, nombres, inclusive imaginé su voz, sentado siempre en el jardín, fumando, mirando e intrigado.

Era una curiosidad que no podía ser revelada, en realidad quería saber la verdadera historia. Pero si la supiera, todas las creadas que eran fantásticas serian destruidas tras una verdad que quizás no quería saber, deseaba conocer su voz, su historia, y llegada la hora y armada de valor, tomaría las agallas, me sentaría a su lado, prendería un cigarro y me daría cuenta que… Él anciano con gorra roja del jardín, no tenía voz.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS