—Los niños que se caen de las bicicletas siempre lloran, quiero que me escribáis una redacción al respecto, una redacción que lleve por título «Al caerse de la bicicleta el niño lloró«—con esa frase pretendía mi bipolar profesora Raquel que diéramos comienzo a un relato basado en nuestra infancia. Su contenido no debía exceder de un folio, en dicho folio convenimos volcar nuestra sapiencia con el objetivo de conseguir (en sus palabras) un relato redondo.
No quiero caer en juegos vanos y estructuras baldías, de las cuales se avergonzaría el mismísimo señor Raymond Carver, pero no encuentro trama adecuada a este encargo que la de idear un formato donde el ejercicio se pueda liberar sin ataduras.
Que los niños montan en bici es un hecho innegable en casi cualquier rincón del mundo, que se caen, es otra realidad que constatan las postillas en rodillas y codos, pero que lloran al caer es tema a debatir.
Recuerdo a aquel chico tímido que nunca había pasado por la plaza mayor del pueblo por temor y vergüenza. Temor a ser rechazado y vergüenza de que fuera una realidad.
Un 18 de agosto montado en su flamante bicicleta roja, nuestro chico enfiló la última curva antes de aparecer por susodicho lugar. Su único deseo, ser invisible a sus miradas. Allí se congregaban los fieles del salón del ocio juvenil.
La curva se hizo eterna, al final divisó los 8 escalones que daban acceso a su particular visión del infierno (para Dante era un cono invertido, para él, esos 8 escalones).
Gobernando la cima de la escalera de torturadores se encontraba Víctor, nombre de origen latino que hace mención a la victoria, casualidades de la vida que en aquel pueblo perdido de la sierra alguien pensara en donar a un hijo con tal destino. Casualidad o no, sus victorias eran realidades en la cotidianidad de nuestro chico, y no por sus ataques (aún no le había puesto la mano encima) sino por los laureles conseguidos a costa de retorcer su autoestima.
Realizó el giro completo y encaró la recta final, sus pedaleadas eran firmes y controladas. Se encontraba cerca cuando la cadena se rompió enredándose en los radios. La bicicleta freno en seco y nuestro valiente héroe surco el aire en lo más parecido a volar que aquel pueblo vio jamás. En una panorámica parecida a un travelling, filmó en su retina la imagen de aquellos demonios. Sus rostros desencajados pasaron de la sorpresa a la risa con tanta rapidez que se solaparon, sus brazos realizaban aspavientos descontrolados, sus voces se transformaron en gritos del averno.
Cayó contra el duro e injusto alquitrán. Éste quemó y desgarró sus rodillas. Las manos usadas como frenos enrojecieron hasta sangrar. El dolor era inversamente proporcional a su delgado y pequeño cuerpo.
Quedó tumbado en el suelo, tan solo era capaz de oír las satánicas risas de los ayudantes de Victofer (en mención a sus diabólicos instintos). Desde el suelo alzó la vista y los enfrentó.
Lo más importante es qué no lloró, ni una lágrima corrió por su rostro, no por falta de ganas, sino porque pensó que en un futuro le vendría bien ser el niño que no lloró al caerse de la bicicleta y así dar juego a las clases de su profesora Raquel.
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