Cada vez que circulo con el automóvil por la ciudad los veo. En grupo, numerosos o pocos, siempre están a la vista de todos. Voy a detenerme en una descripción realista pero necesaria. Nunca los escucho hablar en voz alta, no gritan, y a pesar de que vivir en las plazas o debajo de los techos de algunas vidrieras del centro, nunca se los ve tristes. Ríen, especialmente los niños, que corretean, juegan y ofrecen mercancías para vender. Sus almas observadas a simple vista, esas que se hacen de mirada a mirada, son puras y sin muros; sin odios ni mezquindades. Las mujeres son altruistas, pacientes y llenas de amor maternal. Siempre están criando a un niño o niña con la cuota exacta de cuidado y coraje, para enseñar a los pequeños que la vida es eso, cuidado y aventura.

Creo que esperan, pero no como el resto de la multitud. Nada material, no mucho más de aquello que poseen . Ellos saben. Saben más de la vida que cualquiera de nosotros: que no se necesita mucho para estar en paz, para comer para cada día, para jugar. Ellos enseñan. Que con pocas palabras dichas en voz baja se dice lo justo y que el ejemplo es lo más necesario, siempre.

Ah. No quería dejar pasar esto. Ellos cuidan la naturaleza. No dejan papeles tirados donde están. No dejan sus necesidades desparramadas a la vista. Hay un simbiosis espiritual entre lo que ellos son y la naturaleza donde habitan. Los miro cada vez que paso y pienso que están enseñando a los que quieran aprender. Ellos, mis hermanos, distintos, pero en definitiva hijos en este mundo; enseñan y aprenden igual que el resto. Ellos esperan un mundo mejor.

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