Me resultó complejo disfrutar del contacto con mis vecinos siendo pequeño. Mi abuela estaba convencida, tal vez presintiendo la realidad por llegar, que la vereda era un sitio peligroso; por lo tanto, con la finalidad de vivir y para ser feliz, debí escaparme permanentemente.

Los amigos del barrio fueron muy importantes en esa etapa de mi vida; significaron mi despertar, la posibilidad de soñar en equipo y creer en el futuro; el aprendizaje de tantas cosas. Tal complicidad no la volví a sentir; creo que no se puede vivir en otro momento, ni en otro lugar.

La adolescencia voló de mis manos envuelta en lecturas que resolvieran las apresuradas dudas. Llegó la juventud, donde me otorgué el permiso de emborracharme de experiencias. Superadas esas etapas, mis principios ya estaban consolidados y fortalecidos.

Sufrí una interminable dictadura militar. Mi frase preferida fue “para salir de esta mierda, hay que luchar”, ese combate solía darse en las calles céntricas de mi Ciudad de Buenos Aires; las juntadas eran en el Obelisco o en la Plaza de Mayo.

El mundo no podía seguir girando así porque sí; generando indiferencia, sin control. Entendí que eran mi derecho y mi obligación imponer a esa trayectoria una determinada orientación, y el imprescindible ritmo.

Me pasaban cosas, como a todos; pero a una gran parte de ellas yo las generaba. Lo que no me agradaba de la vida o de la realidad, lo colocaba en la carpeta para modificar, y lo intentaba, porfiado, conociendo muchas veces las consecuencias ingratas del accionar.

Amé el montón de libertad que me proporcionó el afuera, y lo que contiene. Allí encontré gente con la cual tener el contacto social que nutrió siempre mi alma. Estaban en esos lugares, los juegos primero, y la lucha después; también los bares, o boliches, como me gustó llamarlos.

A los sitios de reunión para compartir un café, una cerveza, o enamorarme; los entendí como el núcleo activo de la sociedad, un aparte, con techo, mesas y sillas; donde comerse y beberse el mundo; crecer con charlas enriquecedoras que contagian intereses; y discutir, queriendo saber más de todo.

De los cafés, siempre volví a la protesta concreta; para demostrar el compromiso del que en las charlas se hace gala. Sin la presencia, sin poner el cuerpo, las conversaciones son simples divagues. Debí asumir los riesgos de la presencia en manifestaciones, que la dictadura militar primero y los gobiernos cómplices luego, le cobraron a la pasión.

Mis días siempre tuvieron más horas. El fútbol, o sea River; el peronismo; los abrazos y diálogos con colegas; todo tenía su espacio. Con mi amor logré armar una bella pareja, y siendo aún jóvenes llegó nuestro hijo. Los estudios, completaban tantas actividades en mis larguísimas jornadas.

«Nos vemos en La Paz a las siete», significaba en el bar de la Avenida Corrientes, no antes de las ocho. «Ya estoy saliendo», debía interpretarse como que me empezaba a vestir, y diría luego que «se me pasaron dos colectivos, el primero arrancó cuando me faltaban dos metros para llegar a la parada, y el otro no paró porque iba lleno…»; nadie me creía; daba igual. Mis compinches me contaban luego que acordaban dejar un lugar reservado, «para Mario, que tarda pero llega siempre».

Cuando comencé a ejercer el periodismo, mi objetivo fue salir a ver lo que pasaba, y contarlo.

Luego de la experiencia en varios periódicos, decidí trabajar en mi sindicato, haciendo lo que me gustaba; salir, conversar, participar. Fui el nexo entre la conducción y la gente; recorría las radios, las agencias, los diarios… Llevaba información, y la devolvía analizada por los compañeros.

Tenía tanto para hacer y dar, pero desaparecí, me secuestraron en la calle, en democracia. Me asesinaron, luego, en democracia. La verdad es inalcanzable hoy, ayer no la persiguieron.

Estoy donde mis amigos saben, donde estuve antes, no dejaré de acompañarlos; quiero que sientan mi presencia en la emoción de cada encuentro.

Sigo allí, en cada uno de ellos que no se cansan, que no bajaron ni bajarán nunca las banderas, que no abandonan los principios. Me enorgullece que no me olviden, luego de veinticinco años de mi asesinato.


Ayer le conté a una amiga cómo conocí a Mario. Fue en uno de los primeros aniversarios del golpe militar; caminábamos por Avenida Corrientes rumbo a la que fue Plaza de Mayo, hoy para nosotros la Plaza de las Madres, con carteles que contenían fotos de compañeros desaparecidos, detrás de la pancarta de nuestra organización de trabajadores. Como solía suceder, se agarraron a piñas entre comunistas y trotskistas, y ambos fuimos a ponernos delante de una compañera embarazada. Mario comenzó a insultar con los términos más hirientes, a los dos bandos.

En un momento, casi calmados los ánimos, comenzamos a conversar; mientras continuamos marchando con nuestros principios por bandera. Así fue de allí en más, hasta que desapareció.

Cuando ya estábamos en democracia, estando en la calle, desapareció; mientras trabajaba en la oficina de Prensa de su gremio, desapareció.

Días después su cuerpo fue encontrado en el Riachuelo, como mensaje sin necesidad de palabra alguna. Todos lo entendimos como una advertencia a la organización, cuya dirigencia, olvidando su compromiso, se tornó cada vez más cómplice y corrupta.

Sigo imaginando su sonrisa franca en cada joven lleno de impulso que comienza a militar; ahora en una organización paralela que aspira a ser la auténtica representación del sector.

Lo adivino a mi lado en cada marcha; sé que nos acompaña y alienta a luchar por la justicia social con la que soñó y a la que defendió siempre; durante el trozo de existencia que le permitieron disfrutar.

Mario luchó toda su vida, al decir del poeta… es un imprescindible.

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