Se termina una extenuante jornada.

Entre el tumulto de gente, logro ingresar al vagón caluroso que me llevará a la estación más cercana a mi preciado hogar.

Acomodo mi diminuto cuerpo en una esquina, que permita mantener el equilibrio y así evitar caer en las piernas de algún señor dormido en los asientos.

Espero sumar un nuevo día en el que mi trasero no acumule más caricias de extraños arriesgados en el vagón, dejando como resultado mi puño inflamado tras ajusticiarme.

Uso lentes de sol, aunque lógicamente bajo el suelo no me encandilaría con él, tampoco pueden faltar mis audífonos hechos maraña, los que desenredo tratando de tener mucha paciencia, aunque de vez en cuando me vence el estrés.

No quiero que descifren mi mirada, tampoco entablar algún tipo (aún fugaz) de conversación con persona alguna. Ni escuchar los problemas de otros, en parte, porque siendo sincera, tengo una agudeza auditiva fenomenal para las copuchas.

Uno oye todo tipos de historias en los vagones. A veces solo finjo escuchar algo de la variada playlist de mi celular, para poner atención a la infidelidad que cometió la rubia en el grupo de universitarias despreocupadas y risueñas que van cerca de mí.

Admito que debo dejar de oír y subir el volumen, porque comienzo a sonrojarme con el desarrollo de su osada historia. De un momento a otro, ya soy la protagonista en mi mente. No quiero que noten que el rostro me está evidenciando.

Bajo del tren y como cada día, analizo si hoy amerita subir las escaleras mecánicas o las normales. Fue una buena jornada, opto por hacer el ejercicio del día (quizás de la semana) subiendo las escalas normales.

Salgo de la estación, camino por la vereda entre los puestos callejeros que ponen sus paños y mercancías por ambos costados.

Siempre me llaman la atención los libros. Esos libros pirateados, que, gracias a mi bajo presupuesto, amo comprar. De lo contrario no podría costear lectura para cansar mi vista y alentar mi mente, ya sea, con fantasías en las que paso a el personaje principal o bien, sumergiéndome en el significado de cada frase para intentar dilucidar y sobre analizar lo que el autor quiso trasmitir.

Recuerdo además que mi madre me había encargado un título para la clase de literatura de mi hermano, que en ese minuto aún estaba en la escuela.

Me acerco a uno de los puestos y pregunto por el título. El tipo me responde que lo tiene, pero en una bodega cerca de ahí. Me insiste en que, si le cuido los libros, en unos 20 minutos traería el que yo necesitaba.

Pensé unos segundos, pero luego accedí, es que amo atribuirme agradecimientos y logros. Y llevar ese libro me traería un par de esos.

Me puse del otro lado y comenzó a llegar gente, preguntaban por precios, yo respondí los que recordaba.

En mi complicación se acerca un chico que vendía ya su tercera pila de papel higiénico. La gente se llevaban el pack de 4 rollos como si fueran los últimos rollos en el mundo. Calcule que, en ese rato, reunió como 40 dólares. Quién pensaría que el papel de baño sería un negocio redondo.

Era atractivamente simpático y coqueto. Fue mi tercer amor platónico del día. Esta vez no tuve tiempo de imaginar nuestro primer beso, cita, sexo, salidas, viajes y vida juntos, porque estaba embelesada oyéndole hablarme, vender sus papeles y los libros al amigo.

Nos reímos un rato conjeturando qué haría yo si llegara la policía a incautar los libros. Imaginó mi cara y se burló de mi posible reacción. Recomendó que, de pasar, solo dejara los libros y corriera.

Él, muy altruista, no quería que me multaran por cuidar heroicamente, la mercancía de un extraño, por conseguir el libro para mi hermano.

Tristemente, transcurridos 35 minutos, llegó el dueño de los libros. Sin haber encontrado el que yo necesitaba. De todas maneras, agradecí.

Miré al vecino vendedor de papeles higiénicos e hice el ademán para despedirme. Él me respondió con un bella y cálida sonrisa.

Partí con la indecisión de pedirle el número o haber preguntado el nombre de aquella persona, que me había «hecho» el día.

Caminé con destino al departamento que compartía con la soledad, o algo parecido a ella. Mi pareja, que ya era algo así como un amigo o más bien un hermano con el que compartes cama.

Aun así, había sido un buen día. Ignoré el ascensor y subí por las escalas, para conservar por más tiempo la cálida sensación de sentir que alguien disfrutó estar conmigo.

Me encontré frente al 803, la puerta se abre dándome la bienvenida para disfrutar una tarde más de la rutinaria y monótona realidad.

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