Son unos inadaptados, decían las maestras. No les hablen porque ofenderán, los vecinos. Lo cierto es que, cuando regresaba de la facultad, de madrugada, y los veía en la esquina de la plaza, me sentía protegida por el solo acto de sus presencias.
Era un grupo de jóvenes transitando una etapa, que la psicología tenía la caradurez de llamar “Línea roja” colocando allí a ciertos miembros de la comunidad, en la que no estudiaban ni trabajaban.
Se reunían a compartir una charla y un pucho que, según las malas lenguas y la mía que está de turno en estos momentos, contenía algo de cierta sustancia llamada droga.
La fuerza policial los miraba de reojo, vigilante. Los padres hacían la vista gorda; total, mientras no estaban en la casa, se evitaban el trabajo de hacerse mala sangre, ponerles límites y educarlos como corresponde.
El jefe comunal miraba hacia otro lado y prefería dar un extra a viejos jubilados que oportunidades a los “inadaptados sociales”
Entonces, adoptaron la esquina de la plaza. Era la zona en la que podían sentirse ellos mismos; un lugar para experimentar sensaciones humanas, con sueños y esperanzas. Acunaban metas inalcanzables, sin el apoyo familiar, y salvadoras del espíritu.
La calle les brindaba la seguridad ausente en los hogares, amigos en las buenas y en las malas, enseñanzas pragmáticas y, por sobre todo, fortaleza para contrarrestar las carencias sociales y culturales.
La esquina de la plaza también era mi espacio favorito; allí hallaba a los que me hacían sentir segura en las noches oscuras. Para mi; ellos, los hijos de la calle, eran importantes. Un día cualquiera me acerqué. Hablamos; les escuché y me escucharon. Tácitamente hicimos un trato.
«Vamos a filmar un corto» Les dije así, de golpe. Ni siquiera lo había pensado. La idea surgió y la voz la materializó. Deseaba mantenerlos ocupados en algo y hacerlos sentir indispensables y necesarios.
En aquel tiempo estaba estudiando Literatura. El profesor de filosofía solicitó, a la clase, un práctico donde debíamos seleccionar un problema de la comunidad, elaborar un texto y filmar un corto.
Primero, me miraron sorprendidos ante la propuesta. Luego,denotaron horror. Algunos, tristeza y un grupo, el más pequeño, se alegró de que los convocara a tal fin.
Les hablé de mi carrera, del trabajo en cuestión y que para mi futura vida profesional sería significativo el éxito. Accedieron, un poco tímidos
Siempre trabajando juntos, armamos un cronograma para distribuir tareas y responsabilidades. «Debe salir todo perfecto» dije. Y vieran ustedes el brillo distinto que percibí en sus miradas.
Mucha gente colaboró; Marcelo, con su cámara; Ornella, la modista, confeccionó el vestuario y muchos, muchos más se sumaron.
Llegó el tiempo de filmar. El ambiente elegido por unanimidad; la plaza y, principalmente, la esquina de siempre. La esquina que evitó males peores para nuestros jóvenes, la esquina que esfumaba calor de hogar.
La filmación duró una semana. Nadie faltó a la cita ni aún bajo lluvia torrencial. Contaban a viva voz cómo terminaron en la esquina y lo que significó compartir penurias con sus pares.
Se acercaron las conmemoraciones propias de los pueblos; homenaje al Santo Patrono, San Lorenzo. Solicitamos la autorización pertinente para presentar “El calor de la esquina”. Vinieron todos; aplaudieron enérgicamente a obra y actores. Éxito rotundo. Por supuesto obtuve un diez en Filosofía y la compañía de todo el elenco para hablar sobre la propuesta.
Más tarde, escuché hablar de un concurso de cortos, envié «El calor de la esquina» Ganamos el primer lugar. Por sobre todo, ganamos el sabor de la dignidad.
Desde entonces, la esquina de la plaza, se llena de jóvenes de todas las edades y condiciones sociales. Al ingreso se visualiza un letrero, en madera dura, con la leyenda “Espacio joven”
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