¿Cómo perseguir los sueños?

¿Cómo perseguir los sueños?

Rober Ta

26/12/2018

Éramos nadie. Llevábamos puestas unas camisetas de color lechuga y ni siquiera teníamos nuestros nombres. Llamábamos en dígitos. Cuarenta y dos. Sesenta y uno. Yo era un ciento dieciocho. Entré ya hace un año a formar parte de algo temporal que se ha convertido en algo muy presente en ese pico esquina de la calle Oxford. Éramos parte de la calle principal. Aparecíamos a la una de madrugada de cada puto día y escondíamos en nuestros patéticos espacios hasta las ocho de la mañana. Y así cada día, perdón, noche. Empezábamos por saludar a las prostitutas y la gente borracha después de atravesar unos barrios en buses nocturnos calculando nuestras libras que íbamos a ganar si nos quedábamos en esta prometedora empresa – el primer escalón hacia la cima para cualquiera recién llegado a Londres. Quince era mi primer contacto. Me pinto todo de tonos pastel que iba a ser una pasada ya que es una ciudad donde cada uno encuentra su suerte si o si. El veintitrés me indicó qué es lo que iba a hacer yo. Alguna criatura que le llamaban en letras y resultaba que ya había conseguido ser alguien y por eso no llevaba ningún digito en particular me entregó las llaves e instrucciones para mi futuro ya que desde aquel día ni siquiera lo he vuelto a ver. Mi tarjeta uno uno ocho me permitía entrar en un edificio de comercios y dejarlo brillante como sea hasta las ocho. Así que allí estaba. En esa esclavitud algo extraña, poco a poco acostumbrándome a mi nuevo apodo ciento dieciocho limpieza y responsabilizándome por algo muy importante. Dejar todo limpio. De tal manera que en unos 365 días he limpiado mi propia identidad y mis fuerzas dejándome convertir en alguna viva criatura del pico esquina de la calle Oxford. Justo un año después del duro trabajo sin fines de semana ni festivos restando las noches sin dormir con una pinta de un ser humano de otra galaxia me encontré enfrente de un escaparate. El pelo sin cortar, una mirada perdida, la espalda cansada y las manos arrugadas – ese era mi aspecto en ese escalón hacia mi futuro mejor. Barriendo y limpiando polvo, limpiando los cristales y aspirando toda la mierda de los restos del consumismo, llegue a la única suerte – entendí que estoy como una mancha en este barrio tan bueno. Todo apestaba a orina, el ruido en todas partes, el frio-calor y las miradas peligrosas de los que viven en la calle y de los que viven de ella ya era parte de mi. Las prostitutas me saludaban mirándome con pena por aguantar ese trabajo. Solía tomar café con un tal Coin, un viejo triste artista nato, enganchado a cualquier cosa que se quemaba. Era nadie también pero y éste entendía que algo fallaba en la gran ciudad de infinitos piropos. No me equivoque. Hoy al firmar el fin de mi contrato y no volver a trabajar allí (todo por un correo electrónico dejando las llaves a un tal ciento cuarenta siete) me dio entender que siempre seré esa pequeña parte de nada con mucha importancia a lo que brilla a medio día para la gente que gasta y gasta y gasta pero aun más me daba pena por aquel hombre moneda; no podré regalarle café sobre las 5 de mañana a la hora de un descanso; ni tampoco a Lisa y Esther por saludarlas y hacerlas sentir grandes reinas hermosas. Ni los gatos callejeros, ni zorros hambrientos verán a mi silueta abriendo los contenedores a la hora de reciclar la basura. Era parte de cerrar las noches para que el día pueda orgullecer de su elegancia y frescor. En todo ese tiempo aprendí que las mierdas de otros son beneficiosos en varias formas:

1. Olvidar tu propio nombre ayuda a reflexionar bien quién eres y a dónde vas.

2. Te das cuenta que personas como Coin son mejores amigos que tus mejores amigos.

3. Ser un limpiador licenciado te marca de por vida. De buen sentido.

4. Sin barrios no existiría nada grande – son la base de magníficas experiencias espirituales. Son aquellos lugares donde siempre habrá lecciones en un pico esquina inesperado.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS