En la ciudad donde las calles no tienen nombre, el silencio protagoniza cada una de las historias que allí se viven. La mudez de cada rincón contrasta con el dolor insoportable de aquellos que quieren gritar, pero que no tienen ni fuerza, ni ánimo. Una calma que se puede respirar en cada una de sus calles, donde los propios callan y los ajenos observan desde la tristeza y la añoranza que da la pérdida siempre prematura de un ser amado.

Atilano paseaba cada mañana por las callejuelas del viejo cementerio sin sentir nada, sólo respeto y compasión. Día tras día, realizaba sus tareas de mantenimiento sin molestar a cada una de las personas que visitaban su pasado en forma de recuerdos imborrables y emociones ya vividas, esas que ganan su sentido verdadero después de la muerte.

Cuando tan sólo tenía quince años, huyendo de una vida de desgracia y abandono, llegó allí para quedarse, no como un huésped más, sino como el mejor de los carceleros. Comenzó como ayudante, siguió como peón hasta convertirse en el encargado tras la muerte repentina de Don Antonio. Su labor, nada sencilla, consistía en hacerse cargo de la paz y la tranquilidad de los difuntos, de los curiosos y de las familias que ya sólo podían más que llorar la pérdida del presente. Amaba su trabajo, su vida y su egoísta sentido de humanidad hacia los demás, eso le ayudaba a olvidar su vida de pasado oscuro.

En la esquina norte del cementerio, había un pequeño almacén de aperos donde guardaba sus útiles de trabajo, sobre el, se alzaba un piso que albergaba su hogar, unos pocos metros donde se mezclaban el salón, la cocina y el camastro donde sus sueños se confundía con su descanso. Cruzando el patio, donde lavaba y tendía su ropa de trabajo, había una pequeña estancia separada que hacía las veces de aseo. Era su parte preferida de la casa, necesitaba ducharse al menos dos veces al día, antes de ir a trabajar, como el alto directivo de una empresa que tiene que ofrecer su imagen más perfecta, y al volver de su tarea, para dejar tras de sí las vidas de sus permanentes vecinos y de otros tantos que venían para no quedarse.

Todas las noches, antes de dormir, Atilano se asomaba a la ventana, y mientras saboreaba su café con leche, repasaba cada una de las líneas rectas que tramaban aquel viejo cementerio de almas queridas. Por encima de la normalidad, sobresalían las cruces de los panteones en la calle principal, detrás de ellos, las tumbas en tierra que rodeaban la plaza central con sus mármoles salmón, y como no, en el ocaso de la vida también hay clases, los bloques de nichos para aquellos que hasta para morir han de hipotecar el futuro que ya no tienen.

Sus tareas matutinas, antes de abrir al público, pasaban por limpiar, ordenar y repasar cada uno de los rincones que durante el día habían sido transitados entre el dolor y el recuerdo, por los vecinos del pueblo. No todos sus inquilinos corrían la misma suerte. Muchos de ellos llevaban días que se habían convertido en meses y años sin volver a recibir una visita familiar, otros por el contrario, eran visitados en secreto por antiguas amantes, enemigos arrepentidos y familiares que se lamentaban de no haber dicho en vida, lo que ahora en muerte no dejan de callar.

Le gustaba pasear por el cementerio observando todo lo que pasaba. No era muy distinto a caminar por una de las calles de la ciudad. Las luces acompañaban el camino adornados con crisantemos, naranjos y cipreses y las gentes se saludaban con un ligero movimiento de sus cabezas para seguir su camino hasta sus seres queridos. La única diferencia era que allí no habían tiendas vacías, ni locales cerrados, ni tan siquiera coches que quebrarán la paz de los que guardaban silencio eterno. Lo cierto era que aunque él se afanaba por tenerlo todo limpio y cuidado, sus calles solo atraían a las mismas personas siempre.

A veces soñaba con ser el guardián del cementerio de Montparnasse en París, donde reposan Julio Cortázar, Marguerite Duras, Jean-Paul Sartre o Simone de Beauvoir. Se imaginaba a sí mismo sentado en el silencio de la noche frente a sus tumbas escuchando en silencio cómo sus pensamientos seguían guiando la vida de sus incondicionales. Pero a pesar de ello no se quejaba, allí tenía todas aquellas personas que, generación tras generación, habían hecho del que ahora era su pueblo, un lugar de acogida y cordialidad humana. Podía decir que era feliz entre esas calles repletas de historias finalizadas.

Pero no todo era perfecto en su mundo. Toda su paz se rompía cuando llegaba lo inevitable y tenía que ejercer su función principal al frente de aquella institución. Los días de entierro eran los peores momentos que le tocaban vivir. Mientras esperaba el coche fúnebre no dejaba de rezar, aunque era ateo por convencimiento, que la persona fuera más vieja que él. Sentía la muerte de cada persona, incluso las de aquellos que durante toda su vida habían hecho del mal su forma de subsistencia. Se apenaba de aquellos que no habían sido capaces de mantener a nadie que les acompañara en su último viaje: «pobres almas endiabladas, ahora seréis ya libres» les repetía mientras colocaba la tapa que cerraba su nicho.

Sin embargo, aquellos entierros multitudinarios donde el pueblo expresaba su dolor y pena, le hacían sentir un enorme pesar, un profundo malestar que rompía con su vida. Odiaba ver a los afligidos familiares, que con un caminar lento y pesado, arrastraban sus cuerpos por las calles sin nombre de su cementerio. No soportaba ese dolor ajeno y sus llantos desgarrados que resonaban como la exclamación viva de los recuerdos ya perdidos. En ese momento sabía que en realidad, su única labor en la vida, esa que le daba sentido a su existencia, era la de enterrar sueños futuros que ya no serán vividos.

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