Hace diecisiete días que no sé de Daniela Simone, como apareció se fue. Era una mañana fría cuando entró en el almacén, tenía la cara rozagante y las botas enlodadas, debía hacer una llamada urgente (nunca supe si lo consiguió) la preocupación abundaba en sus ojos y el dinero faltaba en su billetera, así que no la dejé pagar. Se despidió acomodando la bufanda, con los hombros encogidos como quien no sabe qué hacer, ni a dónde ir.
- – Si no estás muy ocupada podrías ayudarme (grité desde la puerta antes de que cruzara la calle).
Por fin había salido el sol. Se giró extrañada.
- – Desde hace días busco quién me auxilie con el inventario, pero hasta hoy nadie me ha inspirado confianza (añadí).
Sonriendo y sin decir palabra entró, anduvo entre los anaqueles con curiosidad, como reconociendo el territorio. A los pocos minutos almorzamos en la cocina (mi casa es contigua) habló poco y se disculpó retirándose a descansar un momento.
Despertó hasta el día siguiente. Su reloj se ha retrasado, dijo ingenua. Debió mirar el diario para darse cuenta de que había dormido casi veinte horas, pero mi mueca cómplice y el café que serví la tranquilizaron. Daniela debía tener unos veintitrés años. Confieso que desde un principio algo en ella me pareció familiar, a pesar del semblante turbado y ausente, la chica tenía un halo que me gustaba, un donaire sutil e irresistible.
Cuando pregunté si había descansado, la joven se disculpó con una frase corta.
– En el lugar del que vengo, está prohibido soñar.
No sé si en algún lugar del universo hayan vedado el derecho a soñar, pero durante los días siguientes fui testigo de la manera en que, como una flor que se abre, la mirada y la voz de la muchacha comenzaron a emanar frescura y sosiego. Después del desayuno Daniela cepilló su cabello y cruzó el pasillo para abrir el almacén ¡Qué extraño! su presencia parecía parte de la normalidad en la tienda, y en mi vida.
En pocas horas hizo inventario con la vehemencia de un auditor. Apenas me dejó atender a los clientes. Presurosa reorganizó la mercancía y puso orden –por fin, a una amplia lista de deudores, los llamó y antes del atardecer, como por arte de magia, uno a uno aparecieron para saldar las facturas pendientes. Por si fuera poco negoció que cada proveedor condonara intereses y -poca gente lo cree, con dos de ellos acordó un descuento adicional. Después de cerrar la tienda, Daniela me mostró con detalle los felices y bien ponderados números de un negocio que hasta ese momento yo pensaba traspasar.
Esa noche quise celebrar con mi nueva amiga, creo que es la forma en la que debo llamarla, preparé bocadillos, pero cuando insistí en descorchar una botella se disculpó tajante, no bebo alcohol, dijo. Brindamos con una infusión caliente. Tanteé indagar sobre su vida, pero escurridiza cambió de tema. En cambio preguntó sobre el pueblo y su historia, mostraba especial interés en las anécdotas familiares, sobre todo en cómo mis padres, ambos migrantes, se conocieron.
Me vino bien evocar a mis muertos, recuperarme en sus memorias, reencontrarme con los míos precisamente ahora que de la vida sólo me quedan vejez y soledad. Nunca antes lo había dicho, pero he mantenido el almacén durante todos estos años sólo para evitar la desolación. Desde el mostrador la gente me cuenta sus cuitas y alegrías, los clientes son una suerte de familia, algunos me han llegado a ver como a una consejera.
A la mañana siguiente tomé un bastón y salí para cobrar la pensión de mi viudez. Anduve hasta la avenida, saludé a los amigos de siempre. Cuando regresé me sorprendió encontrar a Daniela terminando de montar un árbol de navidad. Lo colocó justo en la esquina donde solía ponerlo mi hija, hasta antes de aquél accidente fatal. No sé qué sentí, estuve a punto de gritar y echarla de la casa ¡quién se había creído! pero Daniela se puso de pie y echando su cabello atrás se acercó cantando. Sonreía como un sol. Con su mirada dulce ahuyentó mi dolor.
- – Para abrirlo, debes esperar hasta navidad (dijo mientras me entregaba una caja envuelta para regalo).
Esa tarde cerré el almacén y fuimos a comer junto al lago, nos quedamos hasta que se ocultó el sol. Pocas veces durante toda mi vida había reído tanto.
Al siguiente domingo Daniela vistió abrigo y bufanda, se hizo una coleta y salió sin dar detalles. Me extrañó que no regresara para almorzar. Dos horas más tarde entró un vecino contándome cómo unos hombres bajaron de un vehículo y amagándola se la llevaron ¡Sentí pavor! Desde entonces me he dedicado a indagar sobre su paradero.
Hoy por la mañana el alguacil trajo noticias: la chica está internada en el hospital siquiátrico de un condado vecino, del cual había escapado por quinta ocasión. El informe dice que nadie sabe el verdadero origen de Daniela, siempre miente respecto a su identidad y cada vez que ha huido se las ha arreglado para que la acoja alguna familia.
El alguacil y yo somos amigos desde hace años, es un hombre bueno y regordete casi tan viejo como yo, demasiado humano para ser agente. Hemos pasado largo rato conversando y elaborando un plan: mentiremos atestiguando que Daniela es la bebé que desapareció en el mismo accidente en que perdieron la vida mi hija y mi marido. Otros amigos también están de acuerdo.
Desde la ventana espero el día en que vuelva a verla cruzar por la calle y entrar. Hoy es nochebuena, pero postergaré la navidad hasta poder abrir juntas el regalo que Daniela me hizo. Yo también tengo un obsequio para ella: conozco a un jefe indio a quien le pedí hacer un mandala atrapa-sueños, le espera envuelto debajo del árbol que ella misma decoró, lleva una nota que enuncia: el lugar al que vas sólo es posible si te atreves a soñar.
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