Mi abuelo es el enterrador del pueblo. Cada mañana llega impresionado por la cantidad de flores que hay en la tumba de “Juan el Flores”.

-¡Es increíble la cantidad de ramos que llevan a esa tumba!- dice cada mañana.

Siempre es así, mientras desayunamos nos cuenta que vigila pero nunca ve a nadie. Yo entonces cojo mi tazón y me lo arrimo a la boca para que no vea mi sonrisa y mi pensamiento evoca a Juan.

Juan “el flores” era el loco del pueblo, en todos los pueblos hay uno. Pero a él creo que sería mejor llamarle menos cuerdo porque todos estamos un poco locos en esta vida. Falleció el año pasado y le echamos de menos, vivía en una casa en el centro del pueblo y ya podía ser invierno o verano que siempre iba vestido con un saco de esos de pienso para cerdos de tal manera que si se agachaba se le veía todas “sus vergüenzas” como decía mi abuela. Los chicos del pueblo le tirábamos cosas para que se agachara, esa costumbre fue pasando de generación en generación, cuando crecí y después de una entrada furtiva en su casa a mí ya no me gustaba hacerle agachar, pero eso vino más adelante.

Dicen que era un poco raro ya de niño, que apenas jugaba, mi abuelo dice que no es cierto, era normal pero sus padres no le dejaban relacionarse mucho, el problema fue cuando estos murieron, por lo visto los tuvo en casa mucho tiempo hasta que alguien se dio cuenta del hedor y entraron a ver que ocurría. Juan estaba durmiendo entre la mamá y el papá con mucha comida y ropa alrededor y todo muy sucio, eso es lo que cuentan, los enterraron en el cementerio del pueblo y Juan ya no volvió a la escuela, ni a vestirse, no cocinaba, ni se aseaba, iba al campo a plantar cosas desnudo y solo se vestía los domingos y cada noche iba al cementerio y llenaba todas las tumbas de flores, por eso… “Juan el Flores” se quedó con ese mote, mejor porque podrían haberle llamado de mil formas feas y esa era bonita.

Así fue pasando el tiempo, los vecinos del pueblo le llevaban comida. Una lata de sardinas, un queso, un pan etc.… Él lo cogía todo con una sonrisa y al día siguiente te encontrabas en la puerta de tu casa la bolsa, caja, o cual fuera el continente del “regalo” más un real. Así era como él nos agradecía nuestro gesto. Era bueno, nunca se enfadaba. Hasta que un día aparecieron los Asistentes Sociales, alguien había dado la señal de alarma de las condiciones de Juan “el Flores” e intentaron llevárselo por las buenas pero fue imposible, nunca vimos a Juan tan enojado. Y… ante nuestro asombro lo cazaron a lazo. Me dio mucha pena, y lloré muchos días por la forma en que se lo llevaron pero días después nos contaron que estaba en una residencia ni buena ni mala, pero que le gustaba y todo el mundo contaba en modo de anécdota como se comía la fruta sin pelar, nada raro si no fuera porque a los plátanos y a las naranjas tampoco les quitaba la piel.

Un día mi abuela comentó que los padres de Juan debían de tener muchas pequeñas cosas valiosas, y yo ni corta ni perezosa y gracias a mi extrema delgadez pude entrar a través de una hendidura por la parte de atrás del corral, lo que vi dentro fue… ¡maravilloso! La casa era preciosa, colchas de colores en las camas, aparadores limpios y ordenados, un gran jergón detrás de la puerta principal con mantas me hizo deducir que era donde dormía, y miles de cuadros por las paredes y mesas, y es ahí donde todo mi amor hacia Juan aumentó, en su mesilla de noche hecha de una caja de botellas de gaseosa “La Casera” había una foto en blanco y negro. Era Juan vestido con sacos de pienso de cerdo y al lado mi madre, el bebé que sostenía él era yo. No pude más que sacarla del marco en la que estaba perfectamente encuadrada y desde entonces está conmigo.

De repente regreso a la mesa, a mi tazón de leche vacío y a mi realidad. Miro mi reloj.

Me levanto para llevar el tazón al fregadero y salgo rápido por la puerta del corral, no quiero que se haga más tarde, es el momento idóneo para ir a llevar las flores a la tumba de Juan.

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