Tenía la audición afilada como un lince, no le fastidiaban los sonidos agudos porque los atenuaba mentalmente… ¡qué genio!, un maestro a la hora de filtrar ruidos para su decodificación. Incluso podía rotar las hélix como si fueran antenas parabólicas al más puro estilo del felino más sagaz… bueno, esto último es un poco de exageración pero según la percepción de Ruperto… Lo hacía.
Los chirridos de los frenos del tren durante su recorrido subterráneo fastidiaban a unos cuantos, la señora de bolsas recicladas se llevó una mano al oído con una mueca angustiosa, Ruperto se preguntaba por qué no había comprado pan recién hecho esta vez, posiblemente doña Charo había desayunado fuera de casa, la adolescente que leía en el asiento detrás de él cerró su libro para taparse ambas orejas y por supuesto que Virgilio, el muchacho parado a su costado no tenía ningún problema ya que andaba con sus audífonos, reventándose él mismo y a pura voluntad los tímpanos al compás de «The Police», su mandíbula masticaba el chicle poseída rítmicamente por los golpes del bajo de “Message in a Bottle” y perfumaba todo de frambuesa en un radio de cincuenta centímetros, la nariz de Ruperto estaba a setenta y cinco pero su olfato no tenía que envidiarle nada a su audición ¡qué olfato!, sus ventanas nasales se abrieron e inhaló los químicos vapores del dulce, el muchacho, a quien nunca había visto (y esto no es ironía) había subido al tren hacía tres estaciones pero alguien que lo despidió le llamó «Virgilio», esos chicles de frambuesa los vendía la tía Silvia, también llamada “Tía Veneno” en aquel barrio bohemio y tradicional de donde el muchacho seguramente andaba saliendo de alguna cabina de internet, si Ruperto lo intentara, podría deducir si venía de jugar juegos en línea o simplemente venía de revisar sus correos o navegar en la web, eso sí, venía de la cabina a juzgar por los olores que desprendía, Ruperto sonreía casi imperceptiblemente, a menudo se dibujaba esa sonrisa peculiar de autosuficiencia en el rostro, no se confundan, no era sobrades o petulancia, Ruperto no se sentía superior o diferente a los demás, aunque percibía claramente que nadie poseía sus incisivos sentidos. Dejó de enfocarse en Virgilio, ya no era sospechoso, lo había descartado sin recurrir al tacto… su otra arma fascinantemente desarrollada, el muchacho era inocente, vago pero inocente.
Estaban a cuatro paradas de la estación central ahora, sube gente, baja gente, son las 9:10am, la hora punta para la clase trabajadora empezaba a ceder, los barrios bohemios iban quedando atrás, un nuevo cargamento de fragancias ingresaba en cada detención y el cerebro de Ruperto empezaba a analizar y cazar, era un cazador… ¡tremendo cazador!, 9:12am ahora, los alientos a café y crema, discretos eructos a pan, mantequilla y empanadas iban quedando atrás, rozamientos entre drill y cuero, perceptibles impactos, las frecuencias alcanzaban picos y caídas, procesadas todas en el ecualizador cerebral que Ruperto operaba desde la oscuridad, la membrana blanquecina de sus ojos era la persiana cerrada al mundo desde una perspectiva visual pero eso no representaba ningún tipo de impedi… perdón, creo que eso ya lo han comprendido. La calle aparecía en sus pensamientos en tonalidades grises luego del ordenamiento de los sonidos y los olores.
Dos paradas para la estación central, el tren culebreaba ahora en el subsuelo del barrio culinario, restaurantes y mercados pintaban las avenidas con innovadoras decoraciones posmodernistas, todo era llamativo menos los precios repetía Ruperto a sus amistades, en poco más de dos horas la oferta gastronómica reptaría entre las avenidas y callejones en un estado de olores y mistura de condimentos.
¡Click! El swicht mental de Ruperto varió nuevamente de modo, el cazador oyó un sonido que activó las alertas, un maletín de cuero se colocó sobre el piso sintético del vagón, el maletín estaba pesado, el cuero era costoso y recién adquirido; a juzgar por el calzado, el sospechoso iba humildemente vestido, es decir, nadie lleva traje cuando tienes puestas zapatillas de medio pelo, la respiración de aquel… esperen… de aquella… si… Es mujer. La respiración de aquella mujer denotaba nerviosismo, no cansancio, se fue alejando lo cual obligó a Ruperto a seguir el rastro como un sabueso. Su mayor y mejor oficio era el de un sabueso, y esta muchachita necesitaba sin saberlo lo que el sabueso había detectado.
-Perdón… disculpe… perdón…
Se abría paso entre el espacio aún lleno pero no atiborrado. Inmediatamente sintió las esperadas muestras de ayuda de distintas personas que le tomaban del brazo e indicaban un asiento vacío.
-Gracias, gracias, un poco más allá por favor.
Ruperto se quedó parado justo al lado de la sospechosa.
-Señor, tome mi asiento por favor.
-No hace falta señorita, no hace falta.
Melinda se quedó en su lugar sintiéndose cercada de alguna manera por un invidente, apretó el maletín que llevaba entre sus viejas zapatillas, una gota de sudor resbaló desde su frente hasta su ceja izquierda, quiso secarla pero tenía la sensación de que el hombre ciego la observaba, finalmente se quedó quieta, aminoró el ruido de su respiración lo cual le provocó un golpeteo intenso desde su corazón, el hombre le colocó delicadamente una mano sobre el hombro y sonrió.
Una estación más y habrán llegado a destino, nadie sabe cómo lo hacía pero el agente Ruperto Santillán siempre llegaba a la estación central con un delincuente en la bolsa. Esta vez el final fue algo distinto.
Era ya mediodía, un patrullero se encontraba estacionado frente a un café. El paso de vehículos era eventual, ligero, un aire otoñal hacía bailotear los nombres de las avenidas colgados en cada cruce y debido al escaso tránsito los semáforos solo mantenían un perenne ámbar. Dentro del local, Ruperto se hallaba sentado frente a Melinda, solo se interponía entre ellos el aromático humo de los capuchinos. El maletín con estupefacientes se hallaba en el departamento de policía.
-Entonces… ¿Tenemos un acuerdo?
-Si. Gracias por una nueva oportunidad señor Santillán.
-Llámame Sabueso.
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