La calle roja cierra el círculo.

La calle roja cierra el círculo.

Edmundo era un hombre de costumbres. Despertaba a las 06:00 de la mañana, desayunaba con su madre convaleciente, se despedía con un beso en la frente prometiendo llamarla con regularidad para saber si necesitaba algo. Se dirigía a su trabajo conduciendo siempre por la misma ruta, indiferente a las bocinas, al apuro de la gente, al smog que parecía haberse enquistado en las descuidadas paredes de los locales comerciales del sector comercial de Santiago.

Era un hombre de pocas palabras, y de menos amigos. Ideal para controlar la entrada y salida de mercaderías de la fábrica en que trabajaba.

En la noche llegaba a preparar la cena. Luego de comer con su silenciosa compañía, esperaba leyendo hasta que la octogenaria señora se durmiera.

Durante 30 años había vivido encapsulado en esa invariable rutina en que cada día era igual al anterior y al siguiente, pero esa burbuja opresiva y cómoda había terminado.

La anciana había muerto hace unos meses, y poco después de aceptar la tristeza de su partida, se dio cuenta de que le estaba sobrando día. No quiso reconocerlo pero le inquietaba más el drástico quiebre de sus hábitos que la ausencia de su progenitora.

Edmundo se detuvo en el semáforo de la tristemente famosa «calle roja». Miró al desgarbado joven de cabello sucio y descuidada barba, vestido de novia con prendas viejas y deslavadas. Prominentes globos simulaban generosos pechos que movía con exageración a la espera de una esquiva moneda. Le pareció haberlo visto cientos de veces, pero solo hoy lo observó con cierta tristeza. Pensó que aquel patético danzarín ambulante no se daba cuenta de que la vida seguía burlándose de él, aun después de quitarse el disfraz.

El sueño nocturno del maduro hombre parecía alejarse cada vez más, así que después de mucho analizarlo decidió entrar a un gimnasio. Pensó que sería agradable tener una rutina de casa, trabajo, gimnasio, casa, y sobretodo, podría encontrar el cansancio necesario para poder dormir algunas horas más.

Apenas llegaba a la sala de máquinas se ponía sus audífonos para escuchar música clásica y se alejaba del mundo y de todo lo que lo rodeaba, luego empezaba su entrenamiento. Estaba conforme, había encontrado una nueva e inalterable monotonía que le daba seguridad a su vida.

Edmundo la miró de reojo y le sorprendió la fortaleza que demostraba la muchacha en cada uno de los ejercicios que realizaba a pesar de su aparente fragilidad.

La presencia de la hermosa joven era habitual, pero indiferente para él, al igual que otras chicas que asistían con frecuencia en los meses previos al verano, deseosas de lucir sus trabajados cuerpos en las playas cercanas a la capital.

Todo esto cambió el día en que lo saludó por primera vez con una tierna sonrisa.

Algo que no había sentido nunca empezó a desatarse de manera insospechada. Al principio se resistió a ese nuevo sentimiento, pero luego, incapaz de controlarlo, se dejó embriagar por esa agradable y cálida sensación que empezó a llenar su corazón.

Una nueva variable se integraba a sus inflexibles hábitos: la presencia de la desconocida.

Cada día esperaba con ansias su llegada. Y al verla ingresar la miraba cautivado, pero simulando no verla. El día le parecía más brillante con su presencia y el solo hecho de sentirla cerca iluminaba su marchito corazón. La amaba, sí, y cada vez más, con un amor puro que no exigía nada, solo su lejana cercanía era suficiente.

Durante la noche la imaginaba sonreír. Ideaba miles de formas para acercarse de manera casual y compartir todo lo hermoso que sentía su corazón y después de agradables charlas imaginarias, inevitablemente la escena terminaba con la triste sentencia que salía de sus labios mustios.” Sálvate… aléjate de mí lo que más puedas”. Y este implacable pensamiento no lo perturbaba. Sabía que era lo correcto. Ella se merecía alguien mejor, algún joven con el que pudiera compartir los intereses propios de su juventud.

Edmundo conducía de vuelta a su hogar, extenuado después de una exigente jornada de ejercicios, pero radiante al repetir en sus pensamientos, el habitual saludo de su amor secreto.

De pronto su corazón pareció explotar cuando la divisó caminando por la acera en esa oscura noche de luna llena. Había escuchado que esa calle, comercial en el día, se transformaba durante el crepúsculo, en un refugio de prostitutas para encuentros con clientes de escasos recursos.

Bajó la ventanilla para ofrecer llevarla a su casa, pero no fue capaz. Pensó que la joven podría malinterpretar sus intenciones y esto lo atemorizó. Su mente bullía por el nerviosismo y la confusión. Era solo un gesto de amistad, pero el posible rechazo lo paralizó.

Perturbado por su indecisión siguió el camino a casa odiándose por su cobardía.

No pudo conciliar el sueño. Demasiados pensamientos revoloteaban como cuervos picoteando con saña su falta de voluntad. Inquieto esperó ansioso el amanecer.

Llegó al gimnasio como siempre, buscándola con su mirada. De inmediato percibió rostros tristes, y conversaciones silenciosas.

Escuchó el llanto reprimido de una chica que comentaba lo sucedido.

Eva, la muchacha que llenaba su corazón había sido encontrada muerta en aquella maldita calle roja. La habían violado y acuchillado, dejándola en el oscuro callejón desangrándose como un animal durante toda la noche.

Edmundo tuvo que sentarse para controlar el temblor que invadió su cuerpo. Con sus ojos apagados por la incredulidad, y un sentimiento de culpa que empezó a incubarse en su corazón, se alejó para no volver jamás.

Siguió de cerca las investigaciones del crimen. El único sospechoso estaba siendo juzgado, y después de numerosas pruebas en contra y a favor, había sido declarado inocente. Lo vio salir de los Tribunales de Justicia, acompañado de su abogado, con rostro triunfante y sonrisa en sus labios.

Lo miró a los ojos, y enseguida se dio cuenta de que era el asesino de Eva.

Respiró profundo y sin agitación.

La rutina ya no dirigía su vida, ahora tenía un propósito.

Pronto se vestiría de muerte.|

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