La calle de las niñas

La calle de las niñas

Ana Núñez

23/01/2019

Calles para jugar, para aprender. Calles para caminar y para correr. Calles con colores y calles sin almas. Calles con mundo, calles olvidadas.

Tomé la pelota y le pegué con la zurda al arco, no había malla, por lo que rodó un par de metros antes que la Anita fuera a buscarla. Gritamos gol eufóricamente, es que íbamos perdiendo y el aliento debía ser motivacional. Éramos tres niñas y cinco niños, cuatro para cada equipo, no había un arquero definido por lo que el que estaba más cerca del arco trataba de atajarla. Jugábamos afuera de nuestras casas, los que vivían más lejos llegaban igual. Muchas veces la pelota se iba a la casa de alguna vecina, pero el que la tiraba tenía que ir a buscarla. Recuerdo una vez que de tanto golpear la reja de madera de la Señora Tencha, se dobló y cayó un pedazo, aplastando sus rosas del jardín, esa vez Juanito la tiró y su papá se enojó y lo mandó a que se entrara a su casa. La pichanga había terminado.

Los días de verano eran los que más me gustaban, porque podíamos jugar hasta pasada las doce de la noche, no hacía frío y no debíamos ir a la escuela al otro día. Muchos de nuestros padres se juntaban a jugar rayuela en la cancha que quedaba a la mitad de la calle y la mayoría de las veces nuestros juegos terminaban cuando más de uno se ponía a llorar por miedo a la oscuridad, es que los cabros más grandes siempre se escondían para asustarnos.

El asfalto llegó para enseñarnos más cosas. Mi hermano, dos años mayor que yo, junto a sus amigos, cazaban lagartijas y las tiraban a la calle para escuchar cómo explotaban con la rueda de algún vehículo que pasaba. Era escalofriante ver los restos reventados de esos reptiles tan bonitos. Para el año nuevo tirábamos artificios, era tan excitante el peligro que se sentía, hasta que llegaba alguna brasa a nuestra ropa, yo me quemé varias veces.

Las rancheras eran pan de cada día. Salíamos a rayar las calles con carbón, mientras nuestras mamás lavaban ropa a mano y las colgaban en los cordeles de alambre, nosotros dibujábamos aviones y el luche para jugar con piedras, debíamos corrernos cada vez que venía un auto. La época de patines duró una temporada, pero la mayoría de mis amigas y amigos aprendió a equilibrarse y a caerse sin llorar. Fueron los mejores recuerdos de mi infancia.

Cuando tenía como diez años, seguía juntándome con mi hermano y sus amigos, cada vez menos niñas llegaban a jugar conmigo, sus mamás no las dejaban, la calle estaba más «peligrosa» y las niñas como ellas no debían estar tanto tiempo jugando afuera de sus casas. Los cabros me empezaron a decir «María tres cocos» y hasta la «Marimacho» por jugar con ellos, yo no le veía nada de malo, a mí me gustaba estar lo más tiempo posible afuera. Una vez, nos pusimos a jugar al bate, en gringolandia le dicen béisbol, pero acá usábamos una pelota de tenis y cualquier tabla para pegarle. Las burlas de mis amigos seguían y ese día mientras jugamos al bate mi hermano se enojó conmigo y me dijo que me fuera a la casa, no entendí la razón, pero estaba muy enojado, creo que fue porque sus amigos me decían cosas referente a mi cuerpo. En el verano, cuando ya tenía once, fuimos a la piscina municipal, ese día el Jano, amigo de mi hermano me tocó mis pechos, me sentí mal y me asusté. Regresé sola a mi casa. Los días siguientes marcaron el final de mi infancia, mis amigos ya no me veían como una niña, y seguramente las revistas pornográficas que sacaban a escondidas de las piezas de sus papás fue la razón por la que ahora me invadían. En la noche jugamos a la escondida y más de uno quería irse a esconder conmigo, yo quería estar sola, no me gustaba que mi hermano se enojara porque ellos me seguían. El Miguel alcanzó a llegar donde estaba y empezó a abrazarme y tocarme, me puse a llorar y salí corriendo. La calle no era la misma, ahora me asustaba ya no quería salir a jugar, porque más de uno me hacía sentir culpable por ser niña, no quería crecer, no quería tener pechos, yo quería jugar a la pelota, pero ese verano ninguna niña volvió a salir.

La calle me enseñó la felicidad de ser niña, fue mi primera escuela, los mejores juegos los tengo afuera de mi casa. La calle me enseñó a tener miedo, a no creer en mí. Pero, también aprendí a ser valiente. Muchos años pasaron para que volviera a patear un balón, porque conocí a muchas niñas como yo, sentí que no estaba sola y fui muy feliz, volví a las calles para jugar y aprender, no tenía miedo de crecer y el asfalto caliente ya no quemaba mis pies.

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