Por alguna razón que desconocía, se sentía de algún modo nostálgico. Quizá fuera influencia de las primeras lluvias de principios de otoño, de un verano demasiado largo que se resistía a llegar a su fin y que, acompañado por la tenue luz que había en la apenas transitada callejuela, producían ese efecto en él. O quizá fuera la música que sonaba en el radiocasete la que hacía que se sintiera de ese modo. Le gustaba la sensación que los graves transmitían a su cuerpo. Ese tipo de vibración era como una meditación que le transportaba a otros mundos, a otros lugares lejanos, ocultos bajo el paso de los años. Absorto en sus pensamientos, contemplaba distraído las sombras que las gotas de lluvia formaban en el salpicadero, creando formas inimaginables. Pensaba en la impermanencia de la vida mientras veía como el limpiaparabrisas borraba toda huella de lluvia de la luna delantera del coche.

Hace tiempo aprendí que las personas pueden abrazarse desde la distancia. Si quieres, podemos probar.”

Era la primera vez que compartía esa idea con otra persona. Hasta entonces, sólo lo había hecho con la que ahora era su ex pareja. Se sentía un poco mal mientras la escribía en su teléfono móvil, pero pensó que no tenía porqué dejar de compartir lo que le apeteciera; además, hacía más de un año que lo había dejado con Joana, su ex. Recordó entonces la libreta en blanco que él le había regalado: una libreta hecha a mano por él mismo, cubierta con frases románticas que ambos se decían en la intimidad. En la portada escribió:

No soy muy de llamar la atención

pero me gusta el juego de exagerar nuestros besos

y convertir cada uno de ellos en una explosión.”

Una punzada de dolor le atravesó el cuerpo al recordar que ella había dejado escrito en esa misma libreta sus encuentros con otro hombre.

Se bajó del coche y comprobó la hora. Como aún tenía tiempo, decidió caminar sin rumbo durante un rato. Le gustaba perderse por las calles de esa maldita ciudad mientras se perdía, de igual manera, en la profundidad de sus pensamientos. Se sentía solo, invisible y detestaba a los demás en su despreciable aparente felicidad. A su alrededor tan solo veía a gente falsa y vacía, gente seria y antipática que no miraban ni saludaban a los demás. Gente muda, gente ciega y gente sorda que, sin embargo, se pasaban las horas del día buscando a desconocidos con los que chatear. Veía a chicas con rastas y símbolos de la paz comprando su ropa en “Bershka”, a chicos malotes con vaqueros ajustados estudiando de qué lado de la boca se colocaban el cigarro, a mujeres cincuentonas con el pelo azul adictas al Valium, a niños jugando en plazas de cemento mientras sus padres permanecían inmersos en la pantalla de su teléfono móvil. Las oficinas de “La Caixa” estaban repletas de mendigos; al caer la noche se convertían en la mejor de las obras sociales. Sentía como todo se desmoronaba a su paso, como hasta el asfalto que pisaba comenzaba a desvanecerse mientras caminaba sobre él. Pensaba que en la calle solo hay gente que te miente, que te engaña y te hace daño. Recordó la última discusión con Joana. Lo que más volvía a su memoria era la imagen del rímel corrido dibujando raíces en su rostro; raíces que se enredaron en sus entrañas. Desde entonces iba arrastrando penas con cara y ojos. Había dejado de creer en el amor y sobre todo, había dejado de creer en su propia capacidad de amar. Cuando estaba mucho tiempo en una relación, se acababa por saturar y la rutina, por ideal y maravillosa que fuera, le dejaba totalmente abatido. Dejó de confiar en la capacidad de otro ser humano que le pudiera dar cariño y amor porque pensó que ya no lo necesitaba.

Ya no utilizaba el GPS para llegar hasta la casa de Leticia. Iba cada lunes desde hacía un mes y medio y había aprendido el camino de memoria. Al principio, el nombre de la calle, “Calle de los Besos”, le pareció algo así como una señal; ahora lo vivía como una broma pesada del destino. Llamó al timbre pero nadie le abrió. Comprobó la hora en su teléfono móvil y vio un mensaje de Leticia que decía que llegaría en unos minutos. Al poco la vio aparecer desde lo lejos. Observó atento su cuerpo acercándose con su particular vaivén, la risa entrecortada tímida en su rostro, los huesos escondidos bajo un manto de piel que deseaba ser lamido. Y allí estaba él, solo ante un peligro que cada vez le daba más pereza. Se saludaron con dos besos, como si fuesen dos desconocidos y justo antes de atravesar el portal, miró al cielo. Parecía que las estrellas, con su delicado tintineo, estuviesen cantando como si fuesen pájaros.

A la mañana siguiente, tras el desayuno, se despidió de Leticia. Se sentía vacío, perdido, desesperanzado. Volvió a su caminar sin rumbo ni objetivo. Caminaba melancólico por la calle de los besos, más conocida como la calle de las mentiras. Venía de una cama, pero nadie le acompañaba, ni su sonrisa, ni su recuerdo, ni tampoco su mirada. Se sentía triste por ser amado una noche a la semana. La soledad se le estaba complicando, pero quería vivir libre de compromisos y de corazones alterables. Estaba tocando su zona de confort, la palpaba, la reconocía y fue entonces cuando decidió decirle adiós; se despidió de ella para vivir más, aunque fuera menos tiempo. Decidió mirar sin miedo el lugar en el que se encontraba, una cuerda floja de la que ya se había caído con anterioridad. Ahora no tenía red pero estaba dispuesto a tratar de cruzarla por primera vez de un modo diferente porque el riesgo le merecía la pena. Era un funambulista sin apenas saberlo. Comenzó a acumular granos de arena para construir montañas a las que subirse y empezar un nuevo caminar.

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