Todas las palabras que había engarzado con calidad de orfebre, al correr de las horas desaparecieron y ya casi no las recuerdo. Intentaré recrear el escenario que me permitió pensar en el bosquejo de un relato.
Martes por la mañana, temprano, muy temprano. Llegaré tarde al trabajo, pero un error en la tarde anterior así lo quiso. Una mala maniobra ante el cajero automático hizo que olvidara ingresar el tique de la transacción dentro del sobre. Mi dinero a la deriva, entre tantos otros pares suyos debidamente identificados. La plata no era gran cosa; unos pesos que quería ahorrar, nada más que eso. Por lo tanto, debía concurrir hasta Frondizi y Juan B. Justo, donde se encuentra la sucursal del banco Shárander a dar la cara por mi equivocación, y ver si podía recuperar el dinero.
La fila de gente ya era crecida. El turno que me tocó aguardar, era una porquería. Había basura por todos lados, apestaba la hediondez del lugar. A la altura de mi nariz, una colección de desperdicios… un verdadero asco. ¿Cómo podría aguantar así hasta que se hicieran las siete y media de la mañana? Las personas que transitaban parecían no mosquearse por tal chiquero. Estarían acostumbrados a caminar por la ciudad sucia que se refriega los ojos lagañosos con sus manos mugrientas. No sé, pero sentí que debía darme espacio, y me alejé a sentar en mi moto, previo aviso al hombre de chomba amarillo patito que me precedía en la fila.
Desde mi atalaya, podía observar mejor. ¡Cuánto material para escribir! Por ejemplo, veo cómo se saludan entre colegas, los agentes de tránsito que están en la esquina. Llega uno, de civil que estrecha su mano de lo más canchero. Se sonríen, hablan gesticulando de manera exagerada. Alcanzo a distinguir que el motokero-zorro[1], maneja una belleza. Se trata de una Motomel, rojo cereza, y sin patente. El hombre además de infringir la disposición de la Ordenanza Municipal de la ciudad, y no lleva puesto el casco reglamentario. Pensar que con tanto sermón nos labran (y ladran) la multita, sin piedad de cualquier circunstancia mediante. Ajá, ahí se va H. con la sonrisa de oreja a oreja. Conozco al tipo, por eso sé cuál es su santo oficio.
Lo dejo ir, suspendiendo toda la sarta de cosas que concurren a mi mente. Lo dejó ir por ella. Porque de no haberme interrumpido, seguiría pensando en el inspector traidor.
—¿Señora, me puede ayudar?— suelta con una mirada firme a mis ojos.
En un relámpago de segundo, mascullo para mi interior “¿señora? ¿señora? ¿cuándo dejé de ser chica?». Su insistencia, desbarata mi interrogatorio existencial de mujer próxima a cumplir treinta y cinco años. Quería que le colocara una faja.
Suelto un NO, como respuesta inmediata sorprendida ante el inusual petitorio. Otra vez, a la velocidad de la luz, caen como fichas de dominó, todas las posibilidades que la imaginación brinda: ¿me quiere robar? ¿es una cargada, hay una cámara de TV? ¿de VERDAD quiere eso de mí? No se da por vencida, extiende la prenda, que se ve limpia, pero no deja de ser algo así como una ropa interior, aunque se ponga por encima de la remera. Accedo. Siento vergüenza de haberle negado ayuda.
Comienza a contarme que vive sola. Que no tiene nadie que le ayude con eso. Que no puede por sus propios medios. Me parece descabellado y triste. Me siento una desgraciada en tanto me doy maña para ajustarle la faja y prenderla con el abrojo lo mejor que puedo. Me disculpo por la torpeza, no por la cobardía. Listo. Me aclara que esperará en el auto hasta que abra el banco. Me da las gracias. Veo que se aleja renqueando. Quedo pensando qué solos estamos en esta jungla de cemento y Facebook.
[1] zorro: denominación frecuente que se le da a los agentes de tránsito en Resistencia, Chaco, Argentina.
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