Por la ventana del coche se quedó mirando los edificios. No los había visto en treinta años. Con cada nueva transformación, algo se había ido olvidando. Había cosas que parecían eternas como los altos eucaliptos que, en su batalla contra el tiempo, se habían quedado sin algunas ramas o la parte superior del tronco. Ellos, guardianes del barrio, bailaron con el viento, soportaron los largos baños de la temporada de lluvias y los terremotos. Como titanes miraban hacia el futuro, tranquilos y sabios. Jorge, sin quererlo, comenzó a reconstruir la vida imaginada de esas tres décadas. Miró a la izquierda y apareció la imagen de Alicia a los ocho años con sus ojos verdes y el pelo castaño. Ya de adolescente le había robado el corazón y lo había abandonado en un inmenso desierto en el que sus únicos compañeros fueron el celibato, la ilusión y una cruda decepción. Luego la vida hizo de las suyas, los separó por un tiempo y, cuando lograron verse por casualidad, supieron que seguían amándose, pero un muro de fuertes compromisos les impedía unirse.

Muchos de sus amigos ya no estaban. La mayoría había logrado emigrar a otras provincias más pródigas. Los comparó con esas aves que esperan su momento para marcharse en bandada. A veces volvían para quedarse, en ocasiones llegaban en forma de noticias y uno que otro en forma de ánima perdida. Era mediodía, el sol calentaba bastante y él no tenía prisa. No había cumplido con todos los compromisos de la existencia: ni sembró un árbol, ni construyó una casa, ni escribió su libro, ni tuvo hijos, solo, volvió al nicho materno. Con asombro notó que las aceras eran las mismas, agrietadas y alisadas por la erosión, seguían cumpliendo con la tarea de conducir a los vecinos en silencio o enredados en intrigantes conversaciones. Cuántos sentimientos estaban impregnados en los muros, cuántas glorias, penas y derrotas se habían visto allí. Una de las más grandes tragedias fue el hundimiento de dos hermanos. De pequeños habían sido bravucones, buscapleitos, pero luego se tranquilizaron y en lugar de dedicarse a cosas de provecho, se pelearon con su padre y empezaron a beber. Los echaron a la calle y se convirtieron en gatos nocturnos. En la vida real se volvieron unos náufragos desesperados luchando en un mar de asfalto y hormigón. Un día desaparecieron sin dejar huella y nadie los buscó. Por obra de magia, se oía de vez en cuando la voz de un sacerdote amenazándolos con exorcizarles el demonio etílico con agua bendita y penitencias. “Prefirieron el infierno”—encolerizado decía el clérigo—. Otros ausentes eran los trabajadores ambulantes. Nadie vendía camotes ni dejaba silbar su carrito hecho horno con un barril de petróleo, ni el hombre con su organillo y su piedra pómez afilaba cuchillos, ni el de la bandeja de merengues jugaba a los volados con los niños que con trampas lo dejaban triste y con su tabla vacía, tampoco los músicos que con su tambora y sus trompetas armaban su propia revolución con Adelitas, cucarachas, pistolas, carabinas y caballos como el de Pancho Villa con su número de leguas marcado.

Bajó del coche y sacó sus maletas. Trató de reconocer a alguna persona en las ventanas o las cercanías, pero no había nadie. Vio el coche de los vecinos. Nunca lo usaron para transportarse y era una pieza de reliquia, lo habían lavado como los casi once mil días pasados. Buscó sin éxito algún gato o perro familiar. Arrastró sus maletas con ruedas, abrió la reja de la entrada y comenzó a subir las angostas escaleras. Todas las puertas tenían candados y grandes cerrojos. Llegó a su departamento. Se acomodó el pelo, tenía que dar una buena impresión. Sabía que lo esperaban, había sido muy claro. “Llegaré más o menos a las doce del día. No se apuren, no vayan por mí al aeropuerto, voy a llegar en el coche de un amigo. Eso sí, preparen algo sabroso de comer, ¿qué tal unos tacos de chicharrón con aguacate y nopales?!Ah! Y las helodias”—Sí, claro que sí, mi´jito, por eso no te apures—le dijo su madre conteniendo las lágrimas—, aquí te esperamos, Jorgito. Se abrió la puerta y aparecieron otras personas, tenían aspecto y voces parecidas, sin embargo, se salían de los marcos de la foto del recuerdo. Tenían otro pelo y caras más gordas y morenas. Él sí que estaba irreconocible. Flaco, medio calvo, con arrugas y encorvado. Se lo dijeron en broma y él mostró un pequeño hueco entre los dientes. Todos ocultaron su sinceridad.

Jorge sacó unos cuantos regalos. “No te hubieras molestado, hermano, para qué te gastaste tanto en esto, ni hacía falta”. Bueno, a la mesa—les dijo su madre—, lávate las manos. Volvió sin haberse visto en el espejo, quería ser aquel joven emprendedor sediento de riqueza en el gabacho. “Fue muy duro—comenzó diciendo cuando le preguntaron por su vida de emigrante—, no era tan bonito como les conté en las cartas y luego por el Internet. Por eso no les mandaba fotos. El trabajo en el campo me desecó, la pizca me fue marcando todas las horas y días en el calendario. Se me escurrieron los años y, pues ya estoy aquí, de vuelta. Se callaron por un rato, nadie se atrevía a decirle a Jorge que estaban atrapados en un bache, que la única esperanza era él. Ya se enteraría con los días, en ese momento lo más importante era celebrar el regreso del hijo pródigo. Llegaron al postre y sacaron una lata de chongos. “¿Cuánto hacía que no los comías?”—le preguntaron con curiosidad temiendo que dijera que hacía muy poco—. Para ser sinceros, dijo con las lágrimas brotándole, desde el día que me fui. Lo acompañaron en silencio lamentando que se hubiera privado tres décadas de lo que más le había gustado de chamaco. No hubo miradas cómplices, ni farfullos con gesticulaciones. Jorge—le dijo su hermana—¿Sabes que Alicia se quedó viuda?

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