Una vez más me regresa aquel dolor. Ese que se encarga de recordarme mi cruel y vana condición humana. Esta vez no se trata del dolor del alma, que estos últimos días, y como ruin verdugo, parece tener como único objetivo cercenar mi fe, o los restos que de ella aún persisten, después de la reciente gran batalla perpetuada en pos de una ilusión. Efímera batalla aquella que, aún a sabiendas de que sin importar el número de combates ganados se terminará, irremisiblemente, perdiendo la guerra, se podrá asegurar, con mucho orgullo, que prevaleció siempre la feliz consigna, de haber defendido como gato con las patas para arriba, el derecho a ostentar una victoria.

Este dolor trae además consigo remembranzas de mis días de “chaval”, cuando por las tardes solíamos cerrar nuestra privada, convirtiéndola en improvisado campo de fut, y las zancadillas recibidas resultaban en moretones cuyo padecimiento, milagrosamente “aliviantaban” nuestras madres con friegas de árnica y alcohol.

Total, cada dolor tiene su medicina. Si de medicina homeopática se trata, basta con unas cuantas píldoras, o “chochitos”, para controlar por lo menos, si no erradicar por completo, los síntomas presentados. Sin embargo, el mirar dicho “medicamento” trae ipsofacto a mi memoria, el recuerdo de mis días de estudiante, cuando, con la ayuda de una pajilla utilizada como cerbatana, jugábamos en la primaria lanzándolos a nuestro contrincante, durante la clase de matemáticas. Por ironías de la vida, un viernes veinticuatro de marzo, uno de esos “inofensivos proyectiles” decidió terminar su veloz y rapaz trayectoria en el cuello de la dulce Paty, hermana de Ramón, a quién por sobradas razones, le habíamos adjudicado el mote de “El cuñado”. Y recuerdo muy bien la fecha, pues era el viernes previo a las vacaciones de Semana Santa, y mi prima Lorena cumplía trece años, por lo que a la salida de la escuela debíamos ir a su casa a compartir, con ella, una rebanada de tarta de fresa, su preferida, muy acorde además con su pose de “niña fresa” que siempre le acompañaba. Con sus múltiples vestidos con flores estampadas sobre este color, y sus moños que nunca podían faltar, parecía, sin duda, la vívida imagen de Rosita Fresita. Dicen que la fresa es la reina de las bayas, y ¡vaya que mi prima se sentía la reina de sus fiestas! También dicen que es una fruta rastrera, quizá por eso se terminó casando con un tipo rastrero y prieto. Pobrecita de mi prima, que tanto amaba las tartas y nunca logró ser la cereza de ningún pastel…ni siguiera la fresa ¡vamos! Lo más cerca que estuvo de serlo, fue terminar atendiendo un negocio de pasteles caseros que abrió en el garage de su casa, (cuya especialidad sigue siendo, por cierto, la tarta de Rosita Fresita), cuando el tipo la cambió por una chica cuerpo de uva. Por suerte nunca tuvieron descendencia, pues los hijos hubieran salido, de seguro, como fresas glaseadas con chocolate. Y también recuerdo que fue Paty, porque el avorazado de Juan corrió a su lado, ofreciéndose a curar cualquier daño que este insigne proyectil hubiera provocado. Pasados los años, hoy, el resultado de aquella loable acción que había concluido en apariencia ese día, son tres hijos en etapa escolar y un matrimonio que, no obstante los altibajos sorteados, han conseguido esgrimir sus diferencias y continuar avante. La ocasión en que su mucama, Mikaela Hernandez, había logrado meterse entre su relación, al grado de haber puesto en riesgo no solo su condición de pareja, sino la estabilidad de toda la familia, fue negociada con mucho éxito, al convenir que se regresara a su pueblo de San Miguel Canoa, a hacerse cargo de su anciana y diabética mamá, asegurándole, además, el suministro de medicamentos necesarios para su cuidado. Claro que esto solo fue posible gracias al compromiso de ayudar, también, a su hermano “el Fidel”, quien recién había embarazado a su joven novia “la Manuela”. por lo que tenía que asegurarse un trabajo decente, evitando, de esta manera, que su futuro suegro lo obligara, a punto de escopeta, a llevar al altar a su deshonrada hija, y condenarlo de por vida a un trabajo de cadenero en un bar de mala muerte, de su propiedad. Gracias a esto, el Fidel dejó de ser un simple albañil, y se convirtió en el chofer del taxi (comprado, por supuesto, por Juan) de aquel pequeño pueblo, como pago de la afrenta cometida con su “inocente carnalita”. Estos hechos cambiaron, de forma radical, la situación económica de la familia Hernandez de San Miguel Canoa.

Para Paty, como desagravio, había bastado un viaje a Europa, así como el renovar el modelo de su SUV y su Smart Phone, y por supuesto, la promesa ante la Virgencita de Guadalupe, de que un desliz de este tipo no volvería a repetirse.

Fue así como, tras varios días de negociación, disculpas otorgadas y promesas ineludibles, se dió por terminado este vergonzoso episodio.

Mi dolor ha sido procrastinado, gracias, pienso, al cúmulo de remembranzas de nuestras aventuras infantiles, que, dicho sea de paso, en apariencia nada tienen que ver con él, aunque ahora que lo pienso bien, quizá fue consecuencia del pedazo de pastel de fresa que me engullí con la comida, pues llevaba ya varios días en la nevera. Pero el tratamiento homeopático no debe ser interrumpido de forma abrupta, o al menos eso me recomendó mi comadre Flor, quien tuvo a bien introducirme en esta medicina alternativa, y regalarme la tan milagrosa cura.

Me pregunto si no habré encontrado una nueva medicina, la cual debería llevar el nombre de “curación mediante remembranzas” o algo por el estilo.

Tomo, entonces, el vaso con agua que yace sobre mi buró de noche, y me preparo para ingerir mi ración de “chochitos”. Algo en la etiqueta del frasco, llama de inmediato mi atención. Me coloco mis gafas de lectura y con cierto trabajo alcanzo a leer:

Farmacias Homeopáticas Hernandez

San Miguel Canoa.

Entrega a domicilio.

¿Será?


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