La canción del violinista

La canción del violinista

Helena ConH

11/12/2017

Ella escucha arrodillada, ensimismada, la dulce y sencilla melodía que se repite. Mira, como hechizada, el muñeco de cuerda viejo que sostiene con todo cuidado entre sus manos, el autor durante años de su canción. Lo sostiene sin apenas rozarle, como si se tratara del cristal más delicado, consciente de que al muñeco, ya ajado por los años y la humedad del desván y el tiempo, puede que le quede poca canción que tocar. Con miedo a que se desvanezca entre sus dedos, igual que un recuerdo.

El muñequito es un violinista, del cual ella recuerda perfectamente en sus primeros años, cuando ambos eran mucho más jóvenes, cómo éste movía la cabeza con su sombrero de paja, y el arco sobre el violín, al compás de su canción. Casi vivo, cada vez que ella daba vueltas a la llave de su mecanismo para que sonara la melodía.

Ahora el muñeco ya no se mueve, tal vez porque el arco del violín de madera se ha ido torciendo y no lo permite, o tal vez por otros achaques de muñeco viejo… Pero la melodía sigue sonando, dulce y con su cadencia de siempre, imparable a lo largo de los años. Y atrapa a la chica, que fascinada, pese a estar rodeada de cajas por organizar y cosas que hacer, ya no mira a su mundo de alrededor sino que se ha sumergido en el pasado. Con los ojos brillantes y vacíos, fijos en los del muñeco, que pese a ser dos botones de madera pintados, han visto mucho, y le transportan a su infancia. Con su melodía es capaz de recordar olores que ya habían dejado de existir, sensaciones que creía que no volvería a vivir, y lazos muy profundos que creía olvidados. Ahora es capaz de sentir con claridad cuando su abuela, sin casi conocerla, le regaló su muñeco, e incluso cómo tras su muerte, cuando era aún muy niña, ella volvía al muñeco para recordarla.

Apenas habían llegado a conocerse, las circunstancias no fueron las deseadas…las razones ya poco importaban y lo único remarcable era que apenas podía recordar a esa anciana y mágica mujer de su niñez, que pese a apenas conocerla, siempre le había mirado con esa complicidad y capacidad de comprensión más allá de las palabras que conecta a una abuela con su nieta, la misma emoción secreta con la que la niña le miraba a ella. Realmente no la recordaba a ella, pero sí su olor y su mirada, y la fuerte conexión. Y por encima de todo ello, la melodía del muñeco que siempre impregnó esos momentos juntas. Eran momentos que apenas podía afirmar que hubieran existido por no retenerlos en su memoria y sin nadie que pudiera confirmarlos, pero estaba segura de ellos porque los sentía por todo su cuerpo, como la melodía impregnando cada fibra de su corazón.

Su abuela se sentía a través de aquel muñeco, volvía a ella y le contaba que le acompañaba, que fuera a donde fuera y pasara lo que pasara, estaría con ella cuidándola, porque formaba parte de algo grande donde quien te ha querido tanto nunca se va del todo, allí donde esté. Todo eso le contaba la melodía, frágil pero eterna.

Sin embargo el muñeco ya no se movía, y en toda aquella fascinación una punzada de temor invadió su pecho. ¿Si el violinista se rompía perdería sus recuerdos? No se veía capaz de rememorar todo aquello sin la última ayuda que su abuela le había dejado; aquel muñeco de cuerda. Con toda la delicadeza posible, tomó la mano de tela y le ayudó a deslizarla junto con el arco sobre el cuerpecito de madera del pequeño violín. Respondiendo a la ligera presión, el muñeco comenzó a moverse suavemente, siguiendo, muy poco a poco, la melodía. Lentamente, frágil, más viejo, pero acompañándola todavía en la canción de su abuela.

La chica sonrió, y con una lágrima en sus ojos, besó al muñequito en su sombrero de paja. La lágrima se deslizó por su mejilla hasta el muñeco; amarga y, al mismo tiempo la más dulce.

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