Fabrizio era un hombre de Iglesia, un auténtico señor de fe de clase media italiana, de mirada condescendiente y olor a cirio en los dedos.
Se vanagloriaba de ser misericordioso y de haber aprendido a ser un buen samaritano en Navidades y víspera de festivos, comprando algún que otro paquete de legumbres para que los más desfavorecidos pudieran hacerse un buen «minestrone» con sus muestras de generosidad.
Solía ir a la Iglesia con el traje de guardar de los domingos que su mujer había decidido por él, con el gusto exquisito de una señora decente que importa lo justo.
Ese día llevaba él una chaqueta de ante negra habiendo dejado el bomber azul marino en casa, pues el mes de abril con las cálidas mañanas e sol intenso abrigaban las tierras de Arlena. Iba Fabrizio apesadumbrado y conmovido por sus propias circunstancias cuando le abrieron la puerta al tercer toque, sin parar a saludarlo.
– Tu padre está en la habitación de Chiara.
Su hermana, una déspota con aroma a autosuficiencia se había retirado a la estancia opuesta para no cruzar palabra alguna de nuevo con él.
Hacía cinco años que no los veía. Su hermana se había encargado de poner en contra a su padre, Enrico. Siempre había sido la favorita de su padre y él, en cambio, el protegido de su madre fallecida años atrás. A saber con qué historias progresistas le había llenado la cabeza a Enrico estando él en una situación de vulnerabilidad ahora que se acercaba el final.
Su madre Antonia guardaba estrecha fidelidad con las tradiciones, siendo su traje de oficio una bata azul cobalto salpicada de harina. Guardaba para sí cualquier detalle escabroso que pudiera ser comentado en «petit comité» entre las mujeres del pequeño pueblo de Arlena di Castro, al que odiaba secretamente por haber tenido que abandonar su lugar de origen al casarse. Jamás fue especialmente creyente pero defendía la figura de Dios como autoridad necesaria de las buenas formas. Su herencia para con sus hijos, debía ser un saco lleno de discreción y métodos de vieja usanza.
Primero llegó él, dejando un plazo de tiempo para la llegada de aquel ser indefenso al que había que cuidar como a una figura de cristal, su hermana Rachele. Él heredó el saber estar, la convicción, la fe. Ella, sin embargo, era obstinada y terca. En seguida se empezó a rebelar contra la mano que la sanaba, que la amparaba, que le mostraba las directrices que debía seguir.
Si odiar no fuera de mal cristiano, Fabrizio la odiaría. Sin embargo había aprendido que su actitud respondía a la ignorancia de una realidad básica como era la existencia de Dios.
Como todo en la vida la suerte hizo que Fabrizio fuese padre de un niño poco después de que su hermana hubiese dado a luz a una niña. Claramente, el empeño de ésta fue tratar a su hija como si la vida le hubiese otorgado con un cofre enorme de habilidades, pues siempre parecía ser la mejor en todo. El pobre Damiano, en cambio, fue tratado como un niño corriente y merecía un esfuerzo por parte de su prima con tal de ponerle al día en las diferentes materias de la escuela.
Nadie debía ser más que nadie, y sin embargo tuvo que truncar varios empeños de agasajo que no eran equitativos entre los dos niños. Por eso Chiara recibió el mismo reloj que su hijo Damiano como regalo de comunión y por eso los amigos que asistían a los cumpleaños debían ser los mismos.
Por ese mismo motivo también, su mujer debió abrir un negocio de moda de la misma manera en que lo hizo su hermana tiempo antes. No iba a dejar que los demás empezaran a rumorear a cerca de las inquietudes de Rachele, dejando en evidencia a la familia que él había creado.
Sin embargo, un día encontró la convicción que necesitaba para entender el egoísmo y la falta de pureza de aquellos con los que compartía sangre. Sorprendió a su sobrina en actitud cariñosa con otra joven del pueblo. Como si no tuviera decencia ni miedo a que su degenerado amor pudiera hacerse público.
Entre avergonzado y cegado por la excitación de romper con la imagen de perfección tejida sobre su sobrina, se dirigió decidido hasta casa de su padre dispuesto a contarle lo sucedido.Y sin embargo…
Y sin embargo este señor de ochenta años, en lugar de montar en cólera, en lugar de vociferar reproches, en lugar de enfrentarse a Chiara, le echó de casa. A él. A él que siempre fue esquivo a las críticas, a él que había contraído matrimonio por la Iglesia y no se había divorciado como había hecho Rachele, a él que había tenido un hijo varón heterosexual.
Durante aquellos cinco años se había encargado de que se conocieran los motivos por los que había dejado de tratar a los suyos. Desde entonces los más conservadores también miraban con recelo a Chiara. Como debía ser.
¿Pero y ahora?
Ahora yacía a los pies del lecho de su padre. Previamente había saludado educadamente a las personas que lo llevaban velando durante varios días. Había hecho un gran esfuerzo porque así debía ser, él había perdonado.
Había perdonado todo aquello porque así correspondía. Y ahí estaba, teniéndole la mano a su padre en sus últimas horas de vida después de años de enfermedad.
Fabrizio era un hombre de Iglesia, un gran cristiano, pero sobretodo un hijo de la gran puta.
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