ALLÁ LEJOS
Allá lejos, muy lejos del único pueblo del lugar, estableció su difunto padre una ranchería, justo al lado de un enorme peñasco desde cuya cima se observaba al cielo y al mar fundirse en un larguísimo horizonte. Debajo del endeble techo de zinc, junto a su orfandad guardaba el pequeño peñero. Sobre la roca, asaba sus pescados, para aprovechar el fuego abrasador del sol. Por las noches, sobre la misma roca, dormía, para huir de los zancudos.
Una tarde, vio venir por la orilla de la playa a dos niños, uno grandecito, otro pequeñito, o más bien, pequeñita. Llegaron hasta la sombra de la ranchería y se sentaron en la arena, por un largo rato, ninguno de los tres habló, pero los niños tomaron mucha agua de su pimpina y se comieron dos corocoros cada uno; afortunadamente, pescado siempre había en ese inmenso mar que los rodeaba y el agua la buscaba en la plaza del pueblo cada dos días.
Durante varios amaneceres, nunca llevaba la cuenta del tiempo, los niños estuvieron con él, corrían por los alrededores, se bañaban constantemente, buscaban chipichipi y a veces, en las noches más oscuras, cuando el viento cesaba y el mar, extrañamente callaba, los veía alejarse por la orilla de la playa, tomados de la mano.
En los momentos de ocio, que eran muchos, observaba el horizonte, los botes de pescadores circulaban al atardecer y al amanecer, pero a veces, frente a su playa, anclaban hermosos veleros, de gente extranjera. Envidiaba de los veleros las coloridas banderas que ondeaban en popa y deseaba tener una para su peñero.
Esa mañana, observó horrorizado, como una pequeña lancha con motor se acercaba a su playa, de la embarcación bajaron varios catires y catiras, llevaban cavas, sillas, sombreros, bolsos, botellas y hasta un pequeño perro que de una vez, comenzó a ladrarle como si quisiera echarle de su propio hogar.
Para su sorpresa, estos hombres y mujeres parecían no querer marcharse, bebían, bailaban, jugaban, iban al velero, luego regresaban, volvían a beber, a bailar, a jugar y hacían toda clase de actividades sin ningún pudor o vergüenza por él, que los miraba de forma inevitable porque estaban justo al lado de su bote.
Una tarde se fue a la mar, intencionalmente pasó cerca del velero fondeado, lo tenía maravillado la elegancia de ese tipo de barco, para su sorpresa una pequeña bandera de popa se había desprendido y la recogió de las aguas sin remordimiento, la tomó como una compensación por la invasión de su playa.
Con la mañana siguiente, volvió la soledad, los invasores se habían marchado, y también volvieron los niños, jugaron junto a la roca durante todo el día, él se estaba acostumbrando a la compañía. Extrañamente tuvo que reconocer que jamás había escuchado hablar a esos niños, sin embargo, le otorgaba al hecho muy poca importancia.
Cerca de la noche, en pleno conticinio, la niña tomó la banderita que orgullosamente flameaba en su peñero y echó a correr por la playa, llevaba la banderita en alto, con rumbo hacia el fulgor de anaranjados y rojizos que encendían la línea sobre el horizonte, imposibilitado de gritarle o llamarle de algún modo, comenzó a correr detrás de ella, lo hizo con todas sus fuerzas, pero no pudo alcanzarla, desapareció en la neblina que formaba la espuma del mar, como absorbida por una lengua rojiza que se desprendía del cielo.
Empeñado en encontrarla, continuó corriendo hasta tropezarse con otro enorme peñasco, parecido al suyo, que penetraba en el mar como un monstruo submarino, luego, frente a él, un hoyo oscuro, más oscuro que la noche misteriosa en derredor. En la cueva, razonó, estaba escondida la niña, su imaginación o sus ojos veían un leve flamear de la banderita en medio de la oscuridad, de pronto se apagó la tarde y la noche llenó todo el espacio, el mar, que un rato antes reverberaba, se torno mudo, la brisa dejó de soplar mientras sus pies se hundían suavemente en un fango chicloso.
Cuando todo el ambiente cambió, supo que aquello no era natural, jamás había visto al mar detenerse, jamás la brisa dejó de soplar, jamás la noche ocultó todas sus estrellas, miró a su lado y allí estaba el niño, mirándolo también, el fango se acercaba a su pecho, a su pecho de huérfano, a su pecho de pescador abandonado, recordó a su padre, a la vieja ranchería, al peñasco de la playa y al peñero que ondeaba orgulloso su bandera de barco extranjero, todo se había perdido, con el fango en su cuello, entendía que todo quedaba…allá lejos.
FIN.
OPINIONES Y COMENTARIOS