Ya no recuerdo sus rostros. Para ser sincero, al llegar al nuevo continente a la edad de 12 tiernos años me costaba poner una imagen a esos conceptos tan abstractos como son el de “padre” y “madre”. O “familia”. Quizás fuera un mecanismo de defensa para evitar que la angustia y el miedo se apoderara del todo de mí. Pero con el tiempo creo que me fui dando cuenta que la verdadera razón fue esa energía, el magnetismo que emana esta parte del mundo. Al pisar estas tierras diezmadas por mis antepasados con ansias de riquezas supe que no volvería a la propia. Que por más que quisiera no había manera de revertir esta decisión, o más bien obligación; hacerse la América.

Sin resquemores, era lo mejor. Escapar de un pueblo perdido en el norte del terruño español, asolado por la miseria y la hambruna de la post guerra. ¿No era mejor venir al nuevo mundo a conquistar tierras y riquezas? ¿Qué importaba la soledad, la distancia, el desapego? Mariconadas, te vas con tus primos que ya se fueron hace un par de años. Trabajas en la ferretería y en un pestañeo tendrás a los indios a tus pies trabajando por una miseria, te enriqueces y luego haces lo que te plazca.

Y de esta manera, sin entender muy bien qué ocurría, me vi en un país nuevo, en una ciudad nueva, con “familiares” que no conocía y la única misión de trabajar desde el alba hasta el anochecer vendiendo fierro. Mucho fierro. Santiago era una ciudad que aún no tenía ínfulas de gran metrópolis. No engañaba a nadie, era simplemente un pueblo al fin del mundo, sin identidad, sin esmog, sin atochamientos, sin robos. Lo único que aún conserva de aquellos tiempos es la falta de identidad, o la negación de su población de ésta, casi como un tabú o una ofrenda que no puede salir a la luz y menos hacia el extranjero. Los ingleses de Sudamérica son distintos a sus hermanos pobres, flojos y corruptos.

Así transcurrió gran parte de mi vida en tierras ajenas; fierro, mucho trabajo y cigarros. Este último ítem es fundamental. El cigarro fue mi gran compañero en la soledad, mi confidente. Finalmente quien me llevaría la muerte. El amante perfecto, que con cada beso me acercaba un poco más a mi tierra añorada, al idilio de regresar a la patria extraviada.

La vida transcurrió de esa manera, hijos que casi no recuerdo, un matrimonio concertado (entre españoles por supuesto) tertulias los fines de semana para pasar el tedio con alcohol, conversaciones nostálgicas e idílicas de tiempos mejores y las reuniones en el estadio español donde, por supuesto, solo podían asistir hombres.

Hasta que terminó, rápidamente. A la edad de 40 años finalmente la depresión se manifestaba en un cáncer al pulmón que se apoderó de mi cáscara terrenal. Y no recuerdo. Nada. Solo algunos nombres vagos, solo algún aroma u olor que rememora situaciones concretas, fútiles…solo la gran angustia de haber vivido una vida prestada, fuera de mis raíces, llena de añoranza y nostalgia, de rigor, frialdad y nulo sentido.

Ya no recuerdo sus rostros, porque nunca los conocí.

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