En este testimonio; lo confieso en verdad, yo vi la guerra de los violentos en el pasado. Fue una época más que aterradora. La muerte estuvo allá en cada rincón campestre. Niñas se descubrieron desangradas y cayeron niños decapitados. Eso amanecieron jóvenes hasta mutilados. Era en realidad constante lo execrable. Entre los valles, sólo aparecían cuerpos tirados en el prado, por las batallas. Y las bombas arrancaban el corazón de los parientes. Mientras, seguían las iracundas explosiones durante los días y las noches. Rebeldes contra militares combatían en las montañas. Sus ataques se lanzaban con venganza. Eso ningún bando daba tregua. Cada vez peor sucedieron los fusilazos entre estos enemigos. Ellos dispararon con sus armas, todas las balas. Propiciaron el caos hasta el extremismo tremendo. Desunidos, fueron causando la devastación. Y nosotros andábamos entre el fuego cruzado. Allá estuvimos mis abuelos y papá conmigo, vivenciado el pavor, juntos gritamos este dolor, que experimentamos con heridas. Los viejos, lamentablemente no pudieron salvarse de tanta rudeza, pronto se extenuaron y perecieron. En cuanto a nosotros, seguimos adelante con hombría.
Cuando claro, por lo tanto rebotado, vinieron los saboteadores. Esto por supuesto, nos lastimó a los oriundos de las villas. Con sus furias, hicieron abusos a nuestra comunidad rural. Ellos quemaron las fincas; los labriegos fueron desterrados, nos agobió una crisis territorial. Como efecto, sobrevinieron nuevas angustias por estas preocupaciones. Muchos de nuestros amigos con sus familias; tuvieron que emprender entonces la huida; unos alcanzaron a superar las travesías hacia los pueblos sabaneros, pero la mayoría por el camino fallecieron. Y otros tantos compadres, fueron desaparecidos, no se volvió a saber de ellos.
Entre tanto; yo con mi padre, que éramos los enfermeros del villorio, presenciamos la situación muy grave y también partimos, apenas encontramos oportunidad, nos subimos en un campero y nos fuimos para la ciudad de Bogotá. Afortunadamente pudimos escapar sin dejar rastros. Durante el viaje, recorrimos el boscaje con el atardecer púrpura. Nos alejamos a buena velocidad de los ranchos, respirando como despedida el frescor de las orquídeas. Más una última vez, contemplamos la tierra perdida, oreada por la bruma, yéndose con el murmullo de los grillos y el revolotear de las cacatúas. Luego, nosotros en compañía de otro pasajero y el conductor, continuamos avanzando por las curvas de la trocha, que atravesábamos en medio de cafetales y subíamos hacía la serranía.
Ya por la noche, cuando llegamos a la capital de Colombia, paseamos por los distritos del sur, buscando la casa de prima Carmen. Eso duramos horas dando vueltas por el barrio Tunal; nosotros, varias calles despavimentadas, cruzamos entre semáforos y rebasamos distintos suburbios bajo el cielo nublado. Más por ahí preguntamos a unos transeúntes la dirección solicitada y apenas nos medio ubicamos, volvimos a enrumbar por entre las casas y los edificios hasta cuando al fin encontramos el lugar residencial. Allá obvio, nos bajamos del campero y despedimos al señor conductor. De seguido, pasamos por un sendero pedregoso y al llegar a la vivienda, tocamos a la puerta y la Carmen, tarde nos recibió de mala gana, ella con su cara rabiosa, pero sin hipocresía. Al menos, nos dio la prima una que otra limosna de posada y pudimos quedarnos en el sótano de los trebejos.
Al cabo de pocos amaneceres, claro nos tocó irnos para las afueras. Cogimos pues nuestros corotos y salimos hacia lo citadino. Mi padre se puso triste al comprobar tanto desconsuelo; ni siquiera Carmen a quien amábamos, nos socorría lo suficiente. De hecho, nos supimos obligados a transitar por los andenes como forajidos. Aquellos rededores estaban sucios, saturados de basura, olía incluso a caño. El panorama era decadente. Ambos nos sentimos desprotegidos. Hasta tuvimos que dormir una temporada en la intemperie, luego en algunos inquilinatos. Por allí y por allá, yo hallé además la miseria de los otros hombres. Unos lloraban como indigentes, ellos siendo moribundos, todos tumbados contra las aceras rotas. Otros, se ganaban el diario vendiendo dulces y periódicos, sus rostros se reflejaban macilentos. De parejo rumbo, me tropecé con prostitutas hermosas, que echaban coqueteos, ofreciendo sus encantos, pero ellas en el fondo permanecían frías. Cada ser humano de Bogotá, iba yendo con su propio sufrimiento.
Nosotros para nuestra posición, andábamos sin empleo y así estuvimos durante casi tres meses. Entonces comenzamos a rebuscarla como pudimos con perseverancia. A lo humildes, dimos recetas por comida, limpiamos llagas a señores por centavos. Diferentes males curamos a los menesterosos. Así fuimos superando de a poco la adversidad. Cuando una tarde de mayo, nos llamaron a la pensión donde descansábamos y resultó ser la doctora Piedad, dándonos su aprobación para que prestáramos servicio como brigadistas. Enseguida, pues nosotros cogimos por este destino. Las hojas de vida presentadas a las entidades de salud, dieron resultado. Al poco tiempo estuvimos con los uniformes verdes puestos. Aunque claro, por cada campaña a realizarse, nosotros asumimos el compromiso de atender a centenares de convalecientes. Por tanto, trabajamos de sol a sombra como esclavos. Hubo que realizar distintas actividades con rescates. A mi padre; Jorge Pizarro, le tocó por cierto suturar y vendar a los hombres de la guerra social, quienes llegaban desde varias regiones del país, todos cortados y escalabrados. En cuanto a mí, tuve el deber de recuperarlos, dándole a cada uno de ellos sus pastillas y voces de aliento, más yo aún efectúo esta misión con responsabilidad. Esta amada enfermería, junto a otros compañeros, bien la emprendemos todos los días entre semana, pese a la muerte de papá, siempre con fiel esperanza, ayudando a la gente, hasta hoy.
Y mañana, si lo soñamos, todos nosotros a vivir por la paz.
Rusvelt Nivia Castellanos
Cuentista de Colombia
OPINIONES Y COMENTARIOS