Llevaba ya tres días sentado así, en la sala, con su cabeza sostenida entre sus manos, sus codos puestos en sus rodillas. Yo no había vuelto a salir a la calle a jugar, solo lo miraba. Le movía un inmenso dolor, que yo con mis 12 años no lograba entender del todo.

Un día en mi casa cambió todo, era como si una tonelada de temor cayera sobre mí. Me parecía que al abrir todas y cada una de las puertas de la casa, mi hermano aparecería, o más bien, era como si lo viera en todas partes escurriéndose por mi corazón acongojado.

Mi madre tenía una semana de no salir de su cuarto, mis hermanas entraban a la habitación solo a entregarle el alimento, el cual devolvía sin probar, luego salían porque ella no quería que nadie le molestase. Yo la extrañaba, deseaba verla, deseaba que todo volviera a ser como antes, que la música desde mi casa se escuchara hasta la esquina, que mis hermanos volvieran a reír. Pero no, era el destino moviéndose con su mano insondable en nuestro hogar.

Él era muy inteligente, estudiaba química por las noches y en el día dirigía una zapatería familiar, con la que ayudaba a mis padres a sostener la casa. También era muy guapo, las amigas de mis hermanas se desvivían por tratar de conquistarlo, pero él era muy serio, no les hacía caso, solo se sonrojaba cuando ellas insistían en mirarlo mucho.

Aquel día salió por la mañana, pero antes se despidió de mi madre, quien estaba en la cama conmigo. Yo siempre, todas las mañanas, me pasaba a la cama de mis padres, pues era su niña consentida y me hacía feliz compartir con ellos. Él se despidió pero antes de irse, le entregó un dinero a mi madre.

– Tome, mamá, ya sabe, para aquello.

Se fue para la playa con un grupo de unos quince amigos, fueron a Caldera, una playa que queda en el Pacífico de Costa Rica.

Dos días después de que partieron, mi madre fue a comprar mi regalo de cumpleaños, pues el dinero que él le entregó era precisamente para eso, mi regalo de cumpleaños. Siempre hizo las veces de padre con nosotros sus hermanos, que éramos en total once.

Mi madre me compró de regalo un vestido plisado precioso, color celeste. Yo era muy flaquita y muy metida a grande, pues era la menor entre un montón de jóvenes. Cuando lo vi quedé encantada, pero ese vestido solo lo usé una vez, un día después de mi cumpleaños, en el funeral de mi hermano de veintiséis años, nunca más quise volver a usarlo.

Él se fue a la playa pero nunca regresó, se ahogó en el mar. Un amigo suyo se estaba ahogando y desde adentro del mar lo llamaba:

-¡Hermes, auxilio! ¡Auxilio, Hermes!

Mi hermano no lo pensó y corrió a ayudar a su amigo, pero su amigo se colgó de su cuello y juntos se hundieron. A mi hermano lo encontraron ese mismo día y a su amigo varios días después.

La muerte nos tocó con la parte más sensible de nuestra vida: nuestro segundo padre. En el entierro yo no lograba comprender los alcances de la tragedia, solo llegué a verlo, rubio, con sus ojos azules cerrados, esos ojos tan amados, acostado silenciosamente en su féretro. No comprendía que quizás él recorrería un nuevo camino, de unión con el ser, con Aquel que nos dio origen, el soplo de vida se fue de él para que nunca más volviera a nosotros. Posiblemente ya no volvería a escuchar sonar la música en mi casa.

Ahora mi papá sostenía su cabeza entre sus manos y yo quería consolarlo, pero estaba tan hundido, lloraba, yo quería llorar, nunca antes había llorado, quería llorar, pero no podía. Así duró, sin moverse de ahí, una semana.

¿Qué hace una niña de 12 años cuando se topa de frente con la muerte? Yo lo que hacía era deambular, deambular por la casa, imaginando que en cualquier momento el retornaría con sus libros de la universidad a estudiar en la mesa del comedor, o estaría con mis demás hermanos haciendo los zapatos que ayudaron durante muchos años a nuestro sustento.

Quería ver a mi mamá, pero ella duró quince días encerrada en su cuarto, cuando ya salió todo fue diferente, nunca volvió a ser la misma, había un profundo dolor en su alma, que todos también sentíamos, pero no como ella, ella, como mi papá, estaba derrumbada.

Hoy, ya yo con 60 años, lo recuerdo con tristeza, con añoranza, pero lo bueno que dejó él en mí fueron sus enseñanzas, siempre me dijo que debía estudiar y yo lo menos que pude hacer fue cumplir sus sueños con respecto a mí. En ese sentido me siento satisfecha, pero siempre quedó en mí el deseo de ver aparecer por las puertas de mi casa la figura joven y esbelta de mi hermano Hermes y decirle: -¡Mira mi vestido celeste nuevo!

(En la fotografía mis hermanos varones, son

el primero y segundo de la izquierda y el último de la derecha, con un amigo. Nuestro amado Hermes es el primero de la derecha)

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