Hace calor y el sol pica en la piel, me entretengo mirando a las gaviotas revolotear junto al barco, luchan entre ellas por algún pedazo de pescado invisible a mis ojos. Por megafonía el guía turístico informa de que el barco está a punto de zarpar y me aferro con fuerza a la barandilla.
Soy el pequeño de tres hermanos. Mi hermana, la mayor, es un poco mandona, siempre suele imponerse a la hora de elegir aquello que más le gusta y mi hermano mediano y yo no tenemos más remedio que pelearnos por los restos. Mis padres tienen una tienda de ropa, durante julio y agosto mi madre deja de trabajar y nos vamos con ella al pueblo. Después de atender el negocio mi padre conduce hasta el pueblo para cenar con nosotros, por la mañana cuando nos levantamos él ya se ha marchado. A finales de agosto la tienda se cierra y, siempre con nocturnidad, iniciamos el viaje hacia el Mediterráneo.
Hace ya un rato que el barco emprendió su monótona marcha. Tengo sed y le pregunto a mi madre si puedo tomar algo, ella contesta que cree que hay un pequeño bar en el barco. En ese preciso instante mi hermano, que estaba atento a la jugada, irrumpe en la conversación diciendo que él quiere una naranjada, a lo que mi madre responde:
—De acuerdo, una naranjada, pero vais a pedir una para los dos y tendréis que compartirla.
—Pero yo quería limonada —digo al borde del llanto y me cruzo de brazos mirando hacia la cubierta del barco.
—¡Pues entonces nada! —sentencia mi madre.
Ajena a la discusión mi hermana observa el mar en silencio, últimamente está muy callada, parece que desde que comenzó el instituto ya no se interesa por nuestras riñas. Durante unos segundos permanecemos todos en silencio, solamente se escucha el ruido del motor del barco y el graznido de las gaviotas. Finalmente decido alzar la mirada lentamente hacia mi hermano, este aprovecha para dirigirme un gesto amenazante a la vez que me muestra el puño cerrado. El miedo se apodera de mí, asumo mi derrota y con la voz entrecortada por los sollozos le digo a mi madre:
—Bueno, vale, una naranjada para los dos.
En ese momento aparece mi padre, viene de la popa del barco con la cámara de fotos al cuello.
—¡Marchando un refresco, venid conmigo! —dice mientras nos coge de la mano.
Entramos en una cabina estrecha donde hay una barra tras la que asoma un señor sonriente. Mi padre pide la naranjada y el camarero le entrega el botellín correspondiente junto con un vaso de plástico. De vuelta a nuestros asientos mi padre se marcha con la excusa de seguir sacando fotos a las gaviotas, no sin antes darle a mi hermano el vaso, todavía vacío, y a mí el botellín. Dice entonces mi hermano:
—Yo quiero beber de la botella, toma tú el vaso.
—¡No! —grito mientras aprieto mi tesoro contra el pecho—. Te sirvo tu parte en el vaso y me quedo yo la botella, que tú has podido elegir naranjada y yo quería limonada.
—¡Da me la bo te lla! —dice mi hermano dejando breves silencios entre las sílabas con clara intención de atemorizarme.
El ambiente se está poniendo cada vez más tenso y mi madre decide intervenir de nuevo.
—¡Poneos de acuerdo o me la quedo yo!
La pelea puede desencadenarse en cualquier momento, por mi parte agarro la botella con todas mis fuerzas tratando de alejarla del alcance de mi hermano. Durante unos tensos segundos nos miramos fijamente a los ojos, frunciendo el ceño lo más fuerte que podemos. Mi mente palpita de rabia, trato de buscar la forma de ganar la batalla y al mismo tiempo evitar el castigo que supondría dar un paso más hacia el enfrentamiento físico. Mientras estoy sopesando las diferentes opciones tengo un momento de lucidez, se me ocurre una posibilidad para solucionar el problema de forma pacífica. Respiro hondo y agacho la cabeza.
—Bueno, vale, la botella para ti —digo con tono triste—, dame el vaso para que me pueda servir.
Mi hermano sonríe abiertamente mientras me cede el vaso de plástico, sin sospechar el desenlace de los acontecimientos. Tomo el vaso y lo lleno hasta arriba de forma que la botella queda prácticamente vacía, rápidamente se la entrego a mi hermano sin darle tiempo a asimilar lo que acaba de suceder. Bebo un largo trago de mi vaso rebosante y me quedo mirando a mi hermano mientras disfruto de la victoria.
Cierro lentamente el viejo álbum familiar, en la calle sigue lloviendo. Enciendo otro cigarrillo, le doy una calada y me quedo absorto mirando como el humo se desvanece. Las sensaciones y los detalles de aquella lejana escena vacacional permanecen intactos. La carcajada que mi madre no pudo esconder, el gesto de enfado e impotencia de mi hermano, la presencia inmutable de mi hermana, e impregnándolo todo, la intensa sensación de sentirme justo ganador. Sin embargo, hay una cosa que no consigo recordar, la sonrisa de mi padre observándonos a través del visor de su cámara de fotos mientras aprieta el botón en el momento más oportuno.
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