Yerba y azúcar. No creo que interesen para un cuento. Pero es lo que hay. Más el mate y un termo. Conversan. Tienen ya más de cincuenta. El hombre recuerda que, cuando se conocieron, tenían veinte y pico.

Habla y su mujer escucha. Y de vez en cuando asiente con un: “Ajá. Claro que me acuerdo…” Siguen mateando. Y conversando. Es decir, él parlotea su monólogo. Y cuando recuerda el accidente que lo dejó ciego, ella responde: “Ajá…”

De pronto, él pide que lo acompañe a la orilla del mar. Es el atardecer. La hora en que la hostia del Sol es devorada por la profunda garganta de la oscuridad.

Al llegar, tantea la cintura de su mujer y la aprieta en un abrazo mientras busca su boca frenéticamente. Ella responde con empeño. Y luego de un largo beso que él todavía no entiende, la que fue su lazarillo durante más de veinte años, lo empuja desde el acantilado, sabiendo que morirá al chocar contra las piedras, mucho antes de haber llegado al agua.

Y, si… Ocurre que el hecho de ser ciego no fue un impedimento para haber sido toda la vida un terrible hijo de puta.

Ricardo Arregui Gnatiuk

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