Retrato de ayer a hoy

Retrato de ayer a hoy


Era una sensación extraña. Su cuerpo, baldado ya de tiempo en guardia, junto a ella en el hospital, recogía la angustia de perderla, de perderse ambos, y el regocijo de saberse al fin atento a alguien. Él había sido un hombre de antes.

Allí, en la sala de espera, en los pasillos, mientras la atendían… iba recordando momentos, la dureza de sus tiempos y los 63 años juntos que validaban esfuerzos y sin sabores. Fue entonces cuando, no por casualidad, recordó la historia que en el pueblo contaban de su padre.

Él, que gozaba de humor pero no de alegría, portaba sólo en parte el embrujo de aquel.

En Madrigal de La Vera había una familia pudiente que todo poseía, Los Huertas. Tanto tenían que ya no sabían qué hacer para demostrar que aún podían más y se encapricharon con tener vacas bravas. Las de la zona eran mansas y también tesoro de otros así que partieron a Salamanca de donde trajeron aquel ganado singular.

Muchos vaqueros servían a los señores pero ninguno capaz de amansar, ni manejar a aquellas fieras. Tuvieron que volver y comprar también un vaquero salmantino. Les ofrecieron a Rodríguez, cuya esposa esperaba un bebé en pocos meses. Ellos no esperaban. Rodríguez partió y su mujer tuvo que ir después a su encuentro en Extremadura con su pequeña, Teresa, de tres meses.

Fue niña del rancho, hija de El Vaquero, criada como de ellos, casi una más entre señores. Teresa tenía un hermano al que instruyeron para el ganado y que sucedió en la tarea a su padre cuando éste quedó ciego.

Tan hábil como el salmantino había en el pueblo un cabrero, Timón, que tenía tres hijos. El pequeño, Calixto: vivaracho, alegre, revoltoso y apasionado, de hacer amigos fácil… De los que nada detiene y aprenden rápido. Los Huertas lo quisieron para sus cabras y se casó con Teresa. Hacía falta valor, también era brava y sobre todo, de ellos.

Pronto quiso hazañas más altas que la labor confiada y eligió otro destino. Casado con Teresa, Los Huertas decidieron apoyarle. Él no tenía bienes y le facilitaron género para su taberna, en especial la carne y prosperó. Al poco sumó una tienda de ropa que entretuviera a Teresa y, pareciéndole poco, una vez por semana llevaba a Oropesa producto a vender. Era de los de, “ya me pagarás” y hasta 32.000 reales, hubo quien debió. Fue entonces cuando en el verano del 36 una franja morada abrió brecha entre él y Los Huertas, y estos sentenciaron cobrarle la traición.

Una noche cerraron Madrigal de la Vera, ni las ratas podían salir. Los guardias gritaban por las casas: “¡Calixto Timón!”, nadie sabía. Estaba en su día de Oropesa. La vida lo salvó. Teresa, al fin y al cabo protegida de Los Huertas, su padre ciego, su madre impedida y los primeros tres de sus diez hijos, tuvieron venia para salir del pueblo. Mientras, Calixto, se alistó a filas y en dos años fue coronel.

El uno de abril del treinta y nueve se permitió a los vencidos veinticuatro horas para volver a los pueblos o marcharse al exilio. Compañeros de Calixto lo animaron a irse con ellos y aquella noche hasta lo dudó. Pero decidió tomar el camino de su mujer y sus hijos y exclamando quela suerte de uno sea de todos”, aun conociendo el riesgo, se la jugó. Sus camaradas huyeron dejándole atrás. Los ajusticiaron en la frontera. Él, se salvó.

Llegando a Madrigal supo Teresa de los dos tiros a su hermano en Garganta la Olla. Tras vender por orden de los señores su última res, le ordenaron invitar a Zutano a café y él, obediente, fue. Era un mensaje a Calixto. Mas éste confiaba en su gente y nadie iba a quitarle el gusto de volver a tomar chatos con amigos. Así lo hizo apenas pisó el pueblo. Al primero que encontró fue al de los 32.000 reales que, teniendo mucha prisa, se marchó. “Calixto está en el pueblo”, dijo a los guardias quienes serviles al cacique lo apresaron. Oportuna llegó una carta de tregua salvaguardando a detenidos de guerra y al saber de sus galones, en el cuartel, nadie osaría matarlo. Fuera no había normas. Sin pretenderlo, la traición lo protegió. No así de las palizas donde hasta el médico, amigo de los señores, le tomaba el pulso durante las tundas para avisar hasta cuándo dar.

Madrigal dolía en sangre. Teresa cogió a los niños y a sus padres para buscar el auxilio de una tía en Villanueva de la Vera y allí se quedó. Mientras, Calixto, fue traslado a la cárcel de Jarandilla donde, de nuevo en dos años, logró ser el feliz encargado de la lavandería, hasta que lo soltaron. Rehízo su vida en Villanueva donde nacieron la mayoría de sus hijos aunque los últimos en Madrid. Padecieron penurias, sí, y subsistieron cuatro. Pero pasó de moverse en burro a vivir en una ciudad entre coches y Teresa murió a los noventa y tres años en un pisito de La Moraleja con luz, agua, calefacción, lavadora y televisor.

«La vida abre caminos a quien le pone ganas«, decía Calixto y bien se cumplió el dicho. Su hijo, obediente, buscó su arranque y progresó. Al mes de la boda se irían a la ciudad. Tras el primer retrato de su vida, con máquina. «Sonría, señora«, advirtió el fotógrafo y a ella le costó la mueca. Era una mujer de antes, de las de existencia obligada. De esa foto, hoy en su móvil, al presente habían aprendido mucho. Pero les quedaba todavía una lección.

Su esposa llevaba tiempo mirando al infinito en una habitación sin horizonte. La edad estaba haciéndole faenas y los «ya no”, ganaban terreno a los “aún puedo”. Su esperanza de que ella no rindiera la guerra ya en esta batalla dependía sólo de que en algún momento quisiera, verdaderamente, sonreír.

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