Nací cuando mi madre tenía cuarenta y dos años. Cualquiera pensaría que nadie debería tener hijos a esa edad, pero ella me tuvo. Ya tenía dos nenas y un varón; una familia completa diría yo, supongo que llegué para sobre-completar la familia. Pero para qué contar sobre mí si puedo contar la historia de una preciosa conexión.

Germán, un morocho de pelo bien oscuro vivía en un pueblo muy chico, de esos en los que todos se conocen y siempre se extienden los rumores como si fueran aire. El muchacho había sido adoptado por una señora muy buena, que siempre daba sin esperar nada a cambio, ella le había inculcado desde chico los mejores valores. Desde pequeño mostró una gran habilidad para tocar la guitarra criolla, y esto le otorgó cierto prestigio en aquel pueblito donde nada interesante sucedía; lo llamaban siempre para tocar en fiestas, él animaba cualquier lugar al que iba. Más tarde entendería que al llamarlo, no lo buscaban a él, sino a su talento; el descubrimiento de gente interesada provocó su alejamiento de las reuniones sociales. El jovencito, cansado de la mediocridad de la villa en la que vivía, viajó a La Plata, ciudad en donde estudiaría y trabajaría para pagar esos estudios. Sabía perfectamente que no sería fácil, pero él creía que nada es fácil en la vida. Y se fue, triste por tener que dejar a su madre, pero ansioso por el futuro que le esperaba.

Rosa, de pelo castaño claro y piel blanquecina vivía en un barrio humilde de La Plata junto a sus dos hermanos y sus padres, quienes eran inmigrantes italianos. La muchacha crecía medio salvaje y libre; en esa época todavía no se conocía el peligro en las calles, los niños podían salir sin el cuidado constante de sus progenitores. Ro, como le llamaban sus amigos, pasaba su tiempo leyendo, encerrada en una habitación de su casa, o salía a andar en bicicleta por el bosque. Ella nunca se preocupaba demasiado por nada. Sin embargo, la vida es complicada e insólita y a veces, tiene la necesidad de darnos un golpe duro. La mujercita tuvo que soportar la pérdida de su padre y no solo eso, sino que también tendría que comenzar a trabajar. A tan corta edad tuvo que hacerse cargo de responsabilidades adultas, convirtiéndose en una mujer con una fuerza interior increíble que la ayudó a seguir adelante. Trabajar y estudiar medicina al mismo tiempo no fue nada fácil, pero ella siempre quiso ser médica y lo lograría, aunque tuviera que sacrificar hasta sus horas de sueño.

Indudablemente, los caminos de ambos jóvenes se cruzaron y se hicieron uno solo, porque desde que se conocieron , fueron juntos hacia una misma dirección. Se complementaban; él era un pensador nato, un hombre con fuertes ideales y opiniones propias que fueron generándose a lo largo de su vida. Nunca pudo terminar su carrera universitaria, pero nada ni nadie le podrían quitar su viveza. Le gustaba prevenir todo, porque pensaba que era el mejor método para evitar incomodidades innecesarias. Ella era bastante contraria en ese sentido, era más de vivir el día a día.

Crearon para sí mismos un amor auténtico, que no se acercaba para nada a un romance de película y tampoco tenía la intención de parecerse. Ellos sabían que estarían el uno para el otro, tanto en momentos en donde uno cree que no puede más y se cae en un abismo profundo, como en situaciones en donde uno siente que se le va a explotar el corazón de la alegría. Y no necesitaban nada más que la certeza de tenerse mutuamente.

La madre de Rosa se había ido para siempre, aunque su esencia quedaría impregnada en sus hijos y en todos sus allegados. Esta segunda pérdida de la joven hubiera sido un golpe de remate si no fuese por la presencia de su compañero de vida. Decidieron casarse y llevar a cabo lo que él llamaría un «proyecto de vida» juntos.

Entonces nació su primera hija, después llegó su primer hijo varón y para ese entonces, Rosa ya había terminado su carrera de medicina. Germán quería pasar los últimos años de su madre junto a ella, por eso, la mujer, el hombre y sus dos hijos armaron las valijas y se mudaron al pueblo que era muy chico, donde todos se conocían y los rumores se extendían. Allí, Rosa ejercería la medicina que más le gustaba: la rural.

Y en la villa, tuvieron dos hijas más. Todos deseaban que la última fuera varón, pero la naturaleza es independiente de los caprichos humanos y nació una nena, la cuarta y última. Su hermana tenía celos por su llegada y se podría decir que no la quería, fueron creciendo como perro y gato, agua y aceite, negativo mas negativo, y una gran inmensidad de etcéteras.

Cuando sus primeros dos hijos estuvieron más grandes, los mandaron a estudiar en la Capital. Querían procurar que ambos tuvieran un futuro seguro y con menos obstáculos. De todas formas, los seguían visitando los fines de semana o siempre que podían, nunca les faltó nada.

Los cuatro hermanos tenían muchos años de diferencia, cada uno de ellos era una personalidad completamente opuesta y, a pesar de que no siempre estuvieron juntos, nunca faltó la fraternidad que los unía.

Por problemas que la vida insiste en darnos, Rosa, Germán y sus dos hijas tuvieron que mudarse a la Capital junto a sus primogénitos. Finalmente la familia se une en un solo departamento de escasos metros cuadrados. Tuvieron otras caóticas mudanzas en las cuales se perdieron objetos y se ganaron cuentos de sobremesa.

Y así podría seguir y seguir, contando cada detalle de mí y de mi familia, llena problemas (como en casi todas las familias), llena de valores y principios, llena de lágrimas y carcajadas, atestada de anécdotas graciosas (sobre todo de mi infancia) que se repiten una y otra vez en las reuniones familiares y sobre todo, llena de la certeza de tenernos mutuamente.

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