Amanecía una mañana glacial del mes de febrero del año 1955, exactamente el día 11. Mis padres decidieron darse el “si quiero”.
Mi madre había quedado huérfana de padre con once años, era la hermana mayor de tres chiquillas. Mi abuela enviudó a los 33 años al llegar enfermo mi abuelo el día que se puso fin a la Guerra Civil Española, el 4 de abril de 1939 y afrontó la vida con sus hijas empujada por mi bisabuela y viuda también con cinco hijos.
Aún ¡recuerdo! a mi bisabuela, de ojos azules y profundos que irradiaban serenidad con los destellos de su mirada. Vivaz como el águila no se amilanaba ante los desafíos que la vida le retara. Recogía esparto que trenzaba en sogas y los vendía a los agricultores para atar la mies. Innovaba bollería y amasaba en aquellos barreños de teja, que hoy se exponen en los museos, llevándolos al horno de leña del Tío Felipe para cocer sus exquisitos dulces, sino se los compraban hacía trueque a cambio de legumbres o aceite. Modista de hombres y mujeres recosía a la luz de un candil o la Luna. Lavaba y planchaba para las casas pudientes del pueblo. Cobraba el seguro del veterinario y médico. Pero ¡lo más espectacular! de mi bisabuela es, que aún le sobraba tiempo para enseñar a mi abuela a ser maestra.
A mi bisabuela le hervía la sangre, viendo a su hija sumida en la tristeza y apatía. Ella, que desafiaba todos los combates con tanta entereza, antes de partir a uno de sus tantos quehaceres, le dejaba las muestras escritas en los cuadernos y pautas para el alumnado, le confirió el honor de ser maestra a su hija, que sabía leer, pero aún no había aprendido a escribir.
Ellas, mujeres sin hombres que protegerlas ni ayudar pudieran en la penuria de aquella época, ganaron la batalla a la hambruna con excedentes de sacrificios, trabajos duros y demasiados silencios. Las niñas crecían y con ellas las necesidades, había que comenzar a buscarles trabajo para ayudar con más ingresos, a duras penas, escaparon de más fuertes padecimientos.
La primera fue mi madre que a la edad 11 años pasó a formar parte de un matrimonio adinerado y sin hijos al ser el marido uno de los zapateros reales de Alfonso XIII y maestro de los artesanos que quisieron aprender el oficio. Así, irrumpimos en la familia de nuestra amada Yaya, flor de amor y ternura, que había quedado estéril al parir su único hijo sacado con fórceps de sus entrañas, muriendo su pequeño al hundirse sus delicadas sienes en el acto de nacer. Mi mamá fue acogida por ellos, cuando en España la necesidad de comer aniquilaba a miles de familias en la posguerra. Protegió a mi madre como a su hija a mi padre tras el enlace y según nacíamos, a mis hermanos y a mí. Murió en mis brazos el 7 de febrero del fatídico 1981. Ese año, la muerte decidió asentarse con su vil guadaña arrebatándonos, también, a mi abuela en julio y a mi hermano pequeño con 18 años el 17 de diciembre.
Mi abuela paterna tenía un carácter fuerte, extraordinariamente, avispada e inteligente, luchadora hasta la extenuación, tanto como las penurias a superar, con el objetivo explícito de desafiar al mismo destino sola con tres hijos y, tener que padecer las críticas de un pueblo por no ser el casamiento católico el lazo de su unión, sino el amor “de su ángel” como la llamaba mi abuelo. Se casaron por el juzgado, verificado en el Registro Civil, mas al salvaguardar las leyes de antaño los casamientos católicos, imposibilitó el reconocimiento del apellido paterno de sus hijos, siendo estigmatizados y, transcendencia a los que somos descendientes; por fortuna, desaparecida tal sin razón, gracias a la evolución en madurez social y legislativa.
Mi abuelo estaba separado de su primera mujer tras un matrimonio forzado y sin cariño del que nació un hijo, que después de la muerte de mi abuelo sería el heredero único de los bienes adquiridos junto a mi abuela: una gran hacienda ganadera y agrícola, al ser “el legítimo”. Intervinieron en el reparto de la herencia personas de cierto peso, respetados y con sensatez para no dejar a mi abuela y sus hijos “con una mano detrás y otra delante”. Mi abuelo fue tratante de ganado y carnicero que murió en Toledo al enfermar tras ciertos devaneos de faldas. Nos contaba mi padre, con tristeza, que guardaba grabado en su recuerdo de niño el duelo, cuando lloraban su muerte colocaron en los balcones de la casa grandes altavoces para la música de las fiestas que se celebraban, sin miramientos.
Mi papá quedó huérfano de padre con siete años, junto a mis dos tías, era el mediano y el único hombre vivo regidor de la familia. Ocupándose de la huerta y los viñedos que les dejaron, a bien poseer, en la partición de la legítima. Mi abuela y su hijo iban con un burro pequeño a diario a labrar la tierra, acariciados por el alba cuando comenzaba a desperezarse. Andaba el niño a trechos para aliviar el peso al burro, con azadón al hombro raspando el astil el suelo dada la altura a esa edad. Mi abuela cuando no le acompañaba iba al estraperlo o cosía, al revés por su zurdera, reliquias artesanas.
Al alcanzar la adolescencia, mi madre se convertiría en una moza tan alta como delgada a consecuencia de la exigua alimentación, pareciendo una actriz o modelo. Su tez blanca, sus ojos avellana, grandes y embaucadores, su pelo negro azabache y agraciado, favorecieron que le surgieran pretendientes por doquier, entre la adversidad. Mi padre de mente prodigiosa y, admirable su preciosa voz, le cantaba a mi madre cualquier canción de su repertorio, que acompasado de unos ojos verdes esmeralda, penetrantes y pícaros conquistaron el corazón de aquella muchacha sencilla, que le superaba en estatura.
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