Tiempo de lluvia, tiempo de hermanos

Tiempo de lluvia, tiempo de hermanos

Tiempo de lluvia, tiempo de hermanos

Qué mágico momento, los árboles parecían susurrar al tono de las gotas de lluvia, grandes gotas gordas que rebotaban sobre ellas y sobre nuestras cabezas. Parecían cómplices de ese espacio conjugable y declinable en relación a un breve soplo del viento, pero más aún de la canal, como toda casa de pueblo en la orilla del tejado tenía una moldura combada donde caía el agua de las tejas que llamábamos canal. Ésta tenía un tubo corto por donde se desaguaba con tanta presión que nos parecía una cascada. El regocijo, las risas sonoras así como confusas entre gritos y empujones tratábamos de llegar primero para sentir ese chorro fuerte sucesivo que nos atropellaba. Era todo un espectáculo.

No faltaban, de vez en cuando los gritos de mamá… “cuidado, no peleen, los más grandes dejen a los más pequeños”. Cuestión de las que no nos preocupábamos. Pero, es que, además, estaba la competencia de los barcos de papel que se los llevaba el chorro que se iba por el desagüe. Unos torcidos, otros en pares tan serenos, tan estables, todos con ganas de soplar para ver cuál llegaba primero al torrente del desagüe y ganar esa regata. Entre tanto furor, apareció una iguana caminando lenta pero confiada con su altiva cresta, bajó del árbol de mango para sacarse el calor, supongo. Entonces, mis hermanos trataban de agarrarla. Tanto hicieron hasta que la atraparon a pesar de lo escurridiza que era. Yo me escondí detrás de mi hermana, porque los ojos de la iguana parecían hipnotizarme, fijos y furiosos se debatían como intentaba hacerlo con su cuerpo verde escamoso, trataba de dar coletazos pero mi hermano mayor la sostenía fuertemente. Debo confesar que me asustaba mucho, le tenía miedo y mis dedos arrugados por el agua se me helaban, además me temblaban, me parecía que era un dinosaurio.

Quería estar a prudente distancia, sin embargo, la curiosidad me embargaba, vi de qué manera mis hermanos la llevaban a una mesa grande que estaba en el lavandero, este tenía el techo de zinc, el sonido acústico vibrante de la lluvia sobre él penetraba mis oídos, casi me parecía una escena de Alfred Hitchcock. Acostada patas arriba, la iguana batía su cabeza, uno de mis hermanos con un cuchillo le abrió la barriga con mucha precisión, no sé ni cómo ni cuándo ellos buscaron los instrumentos que necesitaban, lo cierto es que pensé que le sacarían las tripas y cerré mis ojos muy apretados. De a poco abrí uno de mis ojos, lo que extrajeron me asombró mucho, eran huevos, los vi y me estremecí. Con decisión, delicadeza así como destreza mi hermano procedió a coserla, nadie hablaba la concentración era absoluta. Al terminar la voltearon con sutileza y la dejaron ir. Ellos estaban muy contentos. Allí supe dos cosas a mi hermano mayor le gustaba comer los huevos de iguana, y a mi otro hermano le gustaba la cirugía, esto último lo determiné el día que se graduó de médico, remembranza que me llegó desde mi inconsciente.

Luego, sin contar las horas, teníamos que dejar la diversión, entrar a la casa empapados, destilaba agua la ropa mojada, directo a la ducha para evitar el resfrío era la orden. Para coronar ese instante y no enfermarnos, nos deleitábamos con un chocolate caliente con un poco de mantequilla que parecía nadar o treparse en el pan dulce redondo cubierto con azúcar y queso rallado que le daba ese toque de locura a los sabores disfrutados.

Ahora todo está muy lejano. La única foto de este relato está en la memoria que de vez en cuando juega unas pasadas, tiempo de lluvia, tiempo de familia, tiempo de hermanos…

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